No sabía que de un mismo árbol pudieran colgar a la vez las naranjas verdes de la temporada que viene y las naranjas naranja supervivientes de la pasada, pero eso es lo que tengo delante: doce naranjos sabihondos que abarcan en sus ramas el ayer y el mañana. Me los imagino parientes del manzano aquel que contenía la ciencia del bien y del mal y que expulsaba del paraíso (es decir, convertía en humanos) a quienes probaban sus frutos.
A la sombra de estos doce árboles extraordinarios, al fresco de sus saberes, me zambullo en un ensayo de Paul Ricoeur: Ética y moral. Se dice que la claridad es la cortesía del filósofo, pero a mí me parece mucho más: la claridad, sobre todo en asuntos brumosos como este, me parece la marca del genio. Ricoeur, claro y genial, corta y deslinda con precisión. Tanto la ética como la moral se refieren al "obrar bien", pero el profesor Ricoeur define la una como aspiración y la otra como deber. Dando vueltas a la aspiración/deseo de Aristóteles de vivir una vida buena, Ricouer le pone la proa al desear, que es una forma de tender, de estimar, de preferir una cosa sobre otra. La estima es el primer paso de la acción, que es la materia de la ética. Actuar consiste, primero, en imaginar estados del mundo distintos del actual; segundo, en elegir uno entre los infinitos imaginables y, tercero, en introducir cambios en el curso de las cosas para alcanzar ese estado imaginado y elegido. Esa capacidad de actuar intencionalmente nos convierte en agentes y es la que nos define como humanos. Mientras no tengamos noticias de ET, decir agente es decir ser humano.
Recuerdo que en 1977, con las primeras elecciones de la democracia en puertas, Leopoldo Calvo Sotelo, dimitió de ministro de Comercio para dedicarse por entero a organizar el partido, la UCD, que habría de ganarlas. Redicho como ninguno, Calvo Sotelo explicó su baja voluntaria del gobierno de Adolfo Suarez con una frase que me quedó grabada a fuego: «Todos tenemos en el pecho una máquina de preferir». ¡Naranjas de la china!, pensaba yo entonces en mi infinita inseguridad. ¡Ojalá tuviera yo eso! Pero luego he ido comprendiendo la potencia de aquella idea. Preferir, estimar... Ricoeur concede a esta máquina preferidora una virtud inesperada: la autoestima. La capacidad de actuar (de preferir) es inseparable de la estima de sí. «La estima de sí es el momento reflexivo de la praxis: es apreciando nuestras acciones como nos apreciamos a nosotros mismos en cuanto autores». Y termina el párrafo diciendo: «Sería preciso desarrollar toda una teoría de la acción para mostrar cómo la estima de sí acompaña a la jerarquización de nuestras acciones».
La idea viene a ser: soy humano porque elijo (tiendo, prefiero, estimo, gusto...) y actúo, pero no puedo actuar sin estimarme antes a mí mismo. Me gusto necesariamente, digamos, por solidaridad con mis propias acciones, que inmediatamente antes fueron gustos. Quizá se pueda deducir también, añado yo, que no puedo actuar sin "actuarme": al actuar seguramente me construyo como agente y me defino como humano. Ricoeur deduce después que la estima de sí conduce inevitablemente a la de otros, a la estima cruzada: «Tú también eliges y jerarquizas y, al estimar buenos los objetos de tus búsquedas, tú, como yo, eres capaz de estimarte a ti mismo». Ahí vemos levantarse entera la ética, apoyada solo en la máquina de preferir de don Leopoldo.
Lo que se me levanta a mí a borbotones y se me sobra como la leche al fuego es la posibilidad de que, sobre esa misma capacidad preferidora, se levante entera también la estética, porque tengo la intuición de que el acto artístico no es más que un tipo de acción que solo se diferencia de las demás en un matiz: en lugar de procurar estados distintos del universo, crea universos nuevos, porque eso es lo que son las obras de arte, universos. El proceso es el mismo cuando actúo que cuando creo: primero, veo y comprendo el mundo; segundo, imagino otro (u otro estado de este mismo) que estimo y quiero; tercero, hago realidad ese otro mundo o ese otro estado. La creación artística sería constitutiva entonces del ser humano, la ética y la estética serían primas hermanas y, como le gustaría decir a John Cage, el arte y la vida serían la misma cosa.