[caption id="attachment_948" width="560"] Adolfo Gutiérrez Arenas y Christopher Park durante un concierto[/caption]
En realidad, no tan nuevos. Adolfo Gutiérrez Arenas lleva ya tiempo haciendo avanzar la causa del violonchelo en este país nuestro que bien lo merece, porque es el de Pablo Casals y Gaspar Cassadó. Pero la carrera del joven violonchelista Gutiérrez Arenas acaba de dar un gran paso adelante con la grabación de las cinco sonatas de Beethoven junto al pianista alemán Christopher Park. Hace unos meses pudimos ver a Gutiérrez Arenas con la Orquesta Nacional, tocando el Triple concierto de Penderecki, codo con codo con Gautier Capuçón y Daniel Müller-Schott, bajo la dirección del compositor.
Como casi todas las obras de arte de envergadura, este disco es un viaje en el que el artista, Adolfo Gutiérrez, recorre con Beethoven el camino que lleva desde el violonchelo clásico, el de Haydn y Mozart, que estaba adscrito como bajo de armonía al servicio de otros instrumentos y conjuntos, hasta el violonchelo romántico, capaz de hablar y sentir con voz propia y, finalmente, hasta el violonchelo moderno, que nadie sabe muy bien cómo es. En cinco sonatas, las primeras del género, Beethoven nos enseña, primero, la luz dieciochesca de la razón, nítida, blanca, newtoniana en su disciplinado arcoíris; después, las sombras del siglo de la emoción y, por fin, la luz de la modernidad, extraña y clarividente, einsteniana y vacía, desplegada en el tiempo tanto como en el espacio. Beethoven avizora ochenta años antes de los demás esta luz moderna, a la vez trascendente y laica, y la documenta en su última sinfonía y en sus últimos cuartetos y sonatas a base de adagios de elongación relativista y fugas de alcance interestelar. Es un viaje de la luz a la luz, como diría el gran Torcuato Fernández Miranda. En la introducción al disco describe con maestría esta transformación quien mejor puede hacerlo: Luis Gago.
Pero todo esto es palabrería. Para que acabe significando algo, hace falta un músico creador que construya un sonido convincente y rico y teja con él frases vivas que hagan verosímil esta road movie intersiglos. Es una tarea difícil, como las de los cuentos, y Adolfo Gutiérrez Arenas, como sus protagonistas, sale de ella triunfante y transfigurado.
Y, además, no está solo. Forma parte de una colección de grandes chelistas españoles que han tomado el relevo de sus mayores —Ruiz Cassaux, Correa, Corostola, Ramos, Arizcuren, Claret... —, han roto fronteras, y nos han llevado, también en este terreno, a la normalidad europea. Son muchos. Se sientan en los primeros atriles de nuestras orquestas, como Miguel Jiménez o Ángel Luis Quintana, o de grupos de cámara, como Arnau Tomàs del Cuarteto Casals, Helena Poggio del Quiroga, Josetxu Obregón de La Ritirata, José Migue Gómez del Trío Arbós o David Apellániz del Plurar Ensemble. O recorren los teatros en papel de solistas, como Asier Polo, Guillermo Pastrana o el propio Gutiérrez. Me disculparán, porque sin duda me estaré olvidando de varios, pero no quiero dejar de llamar la atención sobre los cuatro más jóvenes, que vienen empujando muy fuerte. A la cabeza de ellos, Pablo Ferrández, finalista del Chaikovsky, que a los veintipocos años ha recibido de la Nippon Foundation el stradivarius que usaba János Starker. Recomendar a Ferrández para ese honor fue una de las últimas cosas que hizo el gran Lorin Maazel antes de morir. Tomad nota, además, de los nombres de Fernando Arias, Alfredo Ferre y Alejandro Viana. Todos ellos son hijos espirituales de Natalia Shakhovskaya, que acaba de morir, y de Iván Monighetti. Rostropovich, maestro de los dos, les convenció para venir a enseñar a Madrid. ¡Bien por don Slava!