Street Scene, ópera de Kurt Weill sobre la obra de teatro de Elmer Rice. No es solo que el drama tenga lugar en la calle, sin que la calle es la protagonista del drama. Como la escalera en la Historia de una escalera de Buero. O como el conjunto de escenas celda de La colmena de Cela. La de Street Scene es una calle de tenement houses, edificios de pisos apiñados, colmenas insalubres y opresivas del Lower East Side de Manhattan en la primera mitad del siglo XX. También los llamaban railroad flats, pisos renfe, porque las habitaciones, muchas de ellas sin ventanas, se daban paso unas a otras sin pasillo, como los vagones del tren. Todo inmigrantes. Cada familia, un origen: alemanes, italianos, suecos, judíos de la Europa central y oriental. En cada piso, un acento.
[caption id="attachment_1042" width="560"] La espectular escenografía de Street Scene. Foto: Javier del Real[/caption]
El drama ocurre sobre una escenografía de desarrollo vertical, como las nubes de tormenta. Es un 13, Rúe del percebe que ocupa toda la enorme altura y anchura del escenario del Teatro Real, igual que los andamios de Die soldaten de Zimmermann, con los que ha compartido el teatro en las últimas semanas. No es el único punto de contacto de estas dos magníficas óperas que rara vez se programan.
Sin espacio íntimo, sin futuro a la vista, las familias se espían mutuamente y se dan a la murmuración implacable. Al cabo de dos horas de función, se consuma la tragedia: mujer y amante asesinados por el marido. Es peor: La única vía que la mujer había encontrado para asomarse fuera de la colmena y respirar un poco aire fresco había sido esta cana al aire con el lechero. El marido la acaba de clausurar a tiros. Y es aún peor: sobre la sangre, lo único que oímos es una nana. Ni furias ni hecatombes, sino la vuelta inmediata a la normalidad. Duérmete, niño. Pasado el follón inicial de ambulancias y policías, la colmena y la calle entera vuelven a su quietud alienada y sin esperanza.Dos niñeras pasean bebés por la acera mientras cuchichean sobre los acontecimientos. Alternan los versos, uno para el niño, el siguiente para el viboreo: "hush, baby, hush, / your dad is a lush", duérmete, niño / tu padre es un borracho. Recordamos por oposición Summertime, la nana de Porgy and Bess, que se canta antes de la tragedia, no después, y habla de un padre bueno y rico, no un maltratador, y, sobre todo, recordamos el final de Wozzeck: acaban de matar a la madre y el telón cae sobre el hijo y su caballito de madera. Arre, arre, es el último verso del libreto.
[caption id="attachment_1043" width="560"] Joel Prieto y Mary Bevan como Sam y Rose. Foto: Javier del Real[/caption]
La voz de la soprano inglesa Mary Bevan destaca por su verosimilitud y la del tenor madrileño Joel Prieto, por su intensidad. Sus respectivos personajes, la hija mayor del maltratador y el hijo estudioso de un judío anticapitalista, son los únicos que parecen ver más allá de la maldita calle. Como pasa siempre en la ópera, es la música la que da -¡o quita!- verdad a la historia. Hay muchas otras cosas (texto, escenografía, vestuario, iluminación, movimiento escénico...) pero es la música la que establece la duración de las frases, las escenas y los actos y la que dibuja, por lo tanto, el arco dramático. La partitura manda y, a cambio, está obligada a hacer creíble el espectáculo. En otros géneros, incluido el musical, no es así. Street Scene es una ópera porque la que tira de la acción y de la expresión es la música. Da igual que haya o no partes habladas.
Como compositor, Weill está en la esquina opuesta del cuadrilátero de Zimmermann. En realidad, comparten punto de partida, una formación clásica muy sólida, pero sus intereses estéticos son muy distintos. En lo que coinciden es en su instinto musical y teatral. Pese a vivir encerrados ante su mesa de componer, son dos animales de escena. A partir de los seis acordes iniciales, que se clavan en el oído del espectador anunciando cosas terribles, Weill recurre a todos los géneros y variedades de la música popular americana de su tiempo, aunque con una perspectiva cultural más amplia que Gershwin y con un dominio señorial de la orquestación. El canto evoca unas veces a Cole Porter, otras a Puccini y siempre al propio Weill. Entre Broadway y Mozart se desarrolla el célebre conjunto del helado, el ice-cream sextet. Empuñado en alto en pleno agosto neoyorquino, el cono se derrite y, con él, el entero sueño americano: resulta que aquello que veíamos al llegar desde la cubierta del barco, no era la antorcha de la libertad, ¡sino un cucurucho de helado de vainilla!