Soy Mussolini
—¿Quién es usté?
—Mussolini.
—¿Y usté quién es?
—¿Yo? Cagancho.
Con este bonito diálogo empieza el dúo/duelo de Joaquín y Ricardo, pretendientes de la florista Asunción en La del manojo de rosas, la obra maestra de Pablo Sorozábal. Son dos chulos que se desafían con aire de chotis, lo que significa sílabas picadas, ritmo punteado y movimientos madrileñizantes. Joaquín es un señorito adinerado, Ricardo es aviador. La voz atenorada de Ricardo gritando «¡Mussolini!» me estremeció desde la primera vez que oí este dúo, hace medio siglo. Que el contexto sea de chufla zarzuelera no cambia el sorprendente juego de prestigios que me chocó en su día y me sigue dejando pasmado. Los dos gallitos son de por sí arquetipos positivos en aquel Madrid de 1932: un pollo bien, de familia de posibles, y un joven intrépido que pilota aviones. A la hora de gallear, afectan ser personajes célebres, admirados y prestigiosos, como el torero Cagancho y... ¡Benito Mussolini!
En 1932, llevaba ya un decenio gobernando Italia con camisa negra y mano ensangrentada y planeaba ya la invasión de Abisinia. Había aprendido de Lenin y había inspirado a Hitler, quien estaba a punto de convertirse en canciller de Alemania. En aquella España que acababa de estrenar república, mucha gente hablaba de Mussolini con simpatía y media sonrisa. Muchos, no solo los de derechas. El maestro Sorozábal no lo era en absoluto, como tampoco Rafael Alberti, que, de vuelta de Italia, le dijo a Ernesto Giménez Caballero: «¡Mira, Ernesto, lo que hacen en Roma!» Y le hizo, muy divertido, el saludo de los césares. El saludo fascista.
Escribo cuando los estadounidenses llevan unas horas votando en unas elecciones que pueden afianzar en el poder —o moverle la silla— a un presidente nacionalista/simplista que ellos mismos encumbraron hace dos años y que, igual que Mussolini y, en realidad, todos los dirigentes totalitarios, afirma tener una interlocución directa con el pueblo, con el que se tima a diario por Twitter y televisión, sin reconocer otras instancias intermedias o autónomas: justicia independiente, prensa libre...
Hay más fenómenos preocupanes en América y, sobre todo, en Europa. Me da escalofríos pensar que, como nos enseña la zarzuela, la gente de 1932 no imaginaba el horror de septiembre de 1939 (ni, desde luego, el de julio de 1936). Creo que, como ellos, nosotros no estamos sabiendo ver el peligro del nacionalismo y, lo que es peor, del simplismo.