En la temporada final de su bicentenario, el Teatro Real se puso una corona de tres puntas: las últimas óperas de Verdi, Puccini y Richard Strauss: Falstaff, Turandot y Capriccio, extraordinariamente bien presentadas las tres. Cité hace poco la frase de Manuel de Falla sobre la creatividad en la vejez: «Verdi escribiendo Falstaff a los ochenta años me sorprende más que Mozart componiendo sus obras maestras a los veinte». Lo mismo hubiera dicho, probablemente, de Capriccio si hubiera tenido ocasión. Son tres obras maestras que no solo culminan sus respectivas carreras, sino que les dan un inesperado cambio de rumbo: Verdi, experto hasta entonces en tragedias, gira hacia la comedia; Puccini, enraizado hasta entonces en la tradición, gira hacia el futuro; y Strauss, espectador, no del todo inocente, del siniestro derrumbe de la civilización alemana,se vuelve hacia un pasado limpísimo, para hacer un teatro rococó, ciego a la escombrera moral circundante. ¿Prima la musica, dopo le parole o al revés?: con este dilema estético se entretenía Strauss mientras sus amigos judíos desaparecían a su alrededor. Da vértigo, como mínimo, pero yo no puedo evitar rendirme ante el inmenso talento de Strauss.
Capriccio es ópera dentro de la ópera. La Condesa manda componer una ópera para aclarar si a quien quiere es al músico o al poeta, porque está enamorada, pero aún no sabe de quién. Me acordé del gran Pío Cabanillas, ministro eterno de la Transición: «Vamos ganando, pero aún no sabemos quiénes», dijo en la incertidumbre de una noche electoral. En Capriccio hay maravillas de diverso tipo, pero mi favorita es la obertura, que es un sexteto de cuerda: dos violines, dos violas, dos violonchelos. No sé por qué no hay más sextetos en el repertorio: los dos de Brahms, la Noche transfigurada de Schönberg, este de Strauss y tres o cuatro más. El sexteto viene a ser un cuarteto virado al negro. Sigue teniendo dos violines, pero se les oponen cuatro en vez de dos instrumentos graves, lo que refuerza la profundidad del sonido y da lugar a claroscuros inolvidables. En mano maestra, como es el caso, los violines surgen del grave como surgen de las sombras los rostros luminosos de Caravaggio. Strauss define su Capriccio como una «pieza conversacional». Es una ópera de conjuntos (como Cosí fan tutte) que empieza con una conversación instrumental a seis y continúa con la tertulia cantada y eterna de sus protagonistas: dos mujeres, los tres que las pretenden y un pirado del teatro. El foso duplica y despliega esta conversación alternando cámara y sinfonía durante toda la obra.
No es fácil imaginar una exposición de esta ópera que la que dio el Real. La puesta en escena de Christof Loy fluye con la misma suavidad que la música misma, una trama imparable de melodías que se entrelazan sin un solo roce y no dejan de aletear durante dos horas y media. Nos impresionó la voz de Malin Byström, una Condesa a la vez limpia y potente. El operómano Strauss explicita en esta obra su amor a la ópera, esa vieja dama que, desde Monteverdi a Eötvös, viene preguntándose una y otra vez sobre su razón de ser. En Capriccio vemos y oímos que el sentido de la ópera —¿como el de la vida?— consiste en buscar constantemente su sentido.