Tenemos la suerte de que el maestro suizo Baldur Brönnimann, uno de los grandes directores de la música de hoy, decidiera hace unos años instalarse en España. La semana pasada se puso al frente de la Sinfónica del Principado de Asturias, la OSPA, con dos obras recientes y un estreno.
Son tres historias sinfónicas, porque ni la música más abstracta se libra de ser relato. Dado que la música ocurre en el tiempo, cada nota la oímos no solo después de la anterior, sino también, inevitablemente, según la anterior, a partir de ella, de igual manera que cada acontecimiento de una narración lo entendemos a partir del anterior. Somos animales narradores. Para entender el mundo necesitamos historias y, donde no las vemos, las inventamos. Lo fantástico de la música es que permite contar historias vacías, sin personas dentro, evoluciones puras, etéreas, sin nada carnoso que las protagonice. ¿Vacías? No. En realidad, estas historias sin palabras están hasta arriba de emociones que nos invaden inevitablemente, sin defensa posible.
Pero nos hemos alejado de Oviedo. La primera historia que nos contaron Brönnimann y la OSPA en el Auditorio Príncipe Felipe fue La danza de las cuerdas, de la compositora surcoreana Unsuk Chin. Las cuerdas de la orquesta juegan aquí un papel importante, pero Chin se refiere también a la misteriosa vibración de las pequeñísimas cuerdas que fascinan a los físicos de partículas. También, quizá, a las cuerdas grandísimas de los astrónomos, las estilizadas trenzas de supercúmulos en las que se juntan las galaxias ocupando el espacio con la elegancia de los bailarines. Chin titula su obra en griego, Chorós chordón, que suena más cosmológico. La música nace arriba, en un ultra agudo de cuerda desintegrada con microcrujidos de papel de seda a cargo de los percusionistas. Desde ahí, la música va descolgándose hacia el grave, tomando cuerpo y dando lugar a ritmos y cantos cada vez más nítidos e incluso a una larga melodía de los violonchelos. Termina en una bonita danza/coral de las cuerdas, que se dividen en dos para alejarse y desaparecer en los dos polos del registro.
La obra de Òscar Colomina i Bosch se titula Entfaltung que, en alemán, significa despliegue o desarrollo, siempre orgánico, insiste el autor. ¿Qué es lo que se despliega? Sonoridades. Es decir, aire, nada concreto, forma musical pura, que, sin embargo, por su propia inasibilidad, no podemos describir más que contaminándola con metáforas.
Enfaltung empieza explotando, como el universo. Una explosión breve cuya resonancia cierra tajantemente un golpe seco de bombo, porque en esta obra, sobre todo al principio, las secciones suenan separadas limpiamente por cesuras hechas de resonancias o, directamente, de silencio. Delimitando con trazo claro los contornos, Colomina gana libertad en el tratamiento de los contenidos. A la vez, este corte claro en estrofas les da a los periodos la dimensión pronunciable y comprensible de las frases respiradas. Tras la primera cesura, el trombón hace en el ultragrave un gesto de dos notas que suena a la parte dies del Dies irae. La tentación es seguir con las alegorías: big bang y juicio final, alfa y omega. Luego, la flauta sube por una escala de tonos... y ya está. Esos son los mimbres de este cesto: mínimos en cuanto a aspecto, pero máximos en potencialidades.
A partir de ahí sucede el Entfaltung, el despliegue de lo oído durante ese minuto primigenio. Lo que suena se parece a los montajes time-lapse, que resumen el desarrollo de un embrión o el despliegue matutino de una flor. Colomina nos deslumbra aquí de dos maneras. Por una parte, con los detalles de la tal flor. Todos ellos captan nuestra atención por su ideación rica y su instrumentación preciosista, muy cuidada. Además se sigue con igual interés el avance formal, el movimiento imaginario de esos elementos, el paso de flor cerrada a abierta. Hacer sonar al principio un material generador, cuna de todo lo que viene después, es un procedimiento formal estándar, pero me parece novedosa la idea de entreverar esta cosmogénesis sonora con la evocación de músicas anteriores, que emergen en el paisaje como ruinas de la antigüedad. En medio de sus despliegues abstractos, Colomina nos presenta recuerdos de Stravinski, Bartók y Schönberg y playas sonoras de ambiente francés. El desenlace de la obra es melódico. El efecto interpelante, como de cara a cara, propio de los solos de cuerda, nos llega esta vez en el color siempre inesperado de la viola.
Lo que sonó después de este relato breve de Colomina, viene a ser una novela larga: la Sexta sinfonía (Flight into Darkness) de Jesús Rueda, que se daba en estreno absoluto, encargo de la OSPA. De hecho, su título es la versión inglesa de la novela homónima del escritor vienés Arthur Schnitzler. El espectador reconoce esta música como sinfonión desde el principio. Nada más oír el órgano de trompas inicial y ver cómo se va tejiendo en un largo cordón, el oyente sabe que esto no se resuelve en cinco minutos, ni en diez, ni en veinte. En realidad, acaban siendo más de cincuenta minutos de una música que pide exactamente ese tamaño.
Rueda se ha centrado últimamente en la composición de obras de grandes dimensiones, sinfonías y cuartetos largos, y no es de extrañar, porque las longitudes brucknerianas de esta Sexta suenan como necesarias, como surgidas de un impulso genuino. La sinfonía tiene cuatro movimientos, como las de antes. Mi preferencia es por los impares, pero eso irá en gustos. El primero es un acierto de repetitividad. Lo que suena es siempre lo mismo, o muy parecido, pero la disposición en el tiempo de sus leves evoluciones da en el clavo. Es un tipo de obstinación que me recuerda al de las mejores iberias de Albéniz, que Rueda conoce bien y que calibran el juego repetición/evolución hasta dar con la proporción exacta.
El tono épico, como de epopeya antigua, se mantiene vivo durante todo el movimiento, sin distensión ni apenas contraste. La contrapartida de este acierto inicial la encontré en el finale, una especie de passacaglia cuya repetitividad me impacientó un poco. El segundo movimiento tiene el aire ligero y alegre de un scherzo tradicional. Los colores madera contrastan con el peso metálico del movimiento anterior. El tercero es una preciosidad. Lleva un pórtico de metal que remite al primer movimiento, pero su tono no es monumental, sino lírico y tierno. Tanto, que Rueda se puede permitir, con naturalidad, traer invitada a la Nana de Manuel de Falla.