El Centro Nacional de Difusión Musical y la Orquesta y Coro Nacionales de España (en siglas, CNDM y OCNE) han puesto en marcha sus respectivas temporadas en un fin de semana de polifonías. En realidad, el CNDM se había estrenado ya unos días antes en el Festival de Malpartida, el asombroso Museo Volstell, donde el arte conceptual convive con las peñas y encinas de Cáceres, pero este sábado lo que sonó fue la polifonía del gran Sebastián de Vivanco, abulense como Tomás Luis de Victoria, niño cantor como él y autor luego de maravillosa música.
La oímos en la Catedral Vieja de Salamanca, ante el gran retablo mayor que constituye él mismo una sorprendente pieza de polifonía visual: la historia sagrada contada en cinco filas de pinturas, en total más de 50 tablas entre góticas y renacentistas que se van elevando y superponiendo hasta confluir arriba en un gran juicio final, un dies irae luminoso, ordenadito y no muy iracundo.
Este espacio, que Vivanco gobernó en su día en calidad de maestro de capilla, ha vuelto a llenarse de su música por obra de Michael Noone como investigador y recuperador, de su Ensemble Plus Ultra dirigido en esta ocasión por David Martin, de La Danserye, con sus cromornos, sacabuches, bajoncillos y un catálogo entero de flautas de pico, y de la Schola Antiqua que, dirigida por Juan Carlos Asensio, aportó el canto llano. Tres de las piezas eran recuperaciones de Noone, estreno en nuestro tiempo. Además, con motivo del 400.º aniversario de la muerte de Vivanco, la propia Catedral de Salamanca ha anunciado la edición de esta música en CD, en sello propio.
En Vivanco, la emoción es más implícita que en Victoria, Lobo o Morales. Llega a nuestro oído un poco velada, como a través de la celosía de un contrapunto virtuosístico, lo que en ocasiones produce un efecto aún mayor. Son admirables sus alardes a ocho y más voces, pero aún más lo son los momentos de recogimiento, como el Quis dabit a cinco o el Benedictus a tres de la Missa Beata Maria Virgine in sabbato, que oímos casi entera.
Al día siguiente, David Afkham, las cantantes Jenny Daviet y Barbara Kozelj y la Orquesta y Coro Nacionales, complementado este por el de la Comunidad de Madrid y la Sociedad Coral de Bilbao, nos sirvieron soberbiamente la segunda ración de rica polifonía: el Réquiem de György Ligeti. La polifonía es un buen vehículo de la experiencia mística. No sé si por eso polifonistas y poetas místicos compartieron criadero en Ávila.
La cuestión es: ¿puede haber un misticismo laico, descreído? Creo que sí, porque los extremos se tocan y la elevación extática puede conducirnos al mismo destino que la profundización materialista cuando ambas se llevan hasta el final. Cielo y nirvana no están tan alejados y la fusión última, sea con el Amado, con el universo o con la nada, no deja de ser fusión. Cuando Ligeti pone música al réquiem, no es un judío acercándose al cristianismo, como Mendelssohn o Mahler, sino un escéptico apoyándose en una formulación poética clásica del miedo a la muerte, el suyo y el de sus congéneres, religiosos o no.
Es sobrecogedora su forma de estirar al máximo el ideal de la polifonía: no cuatro voces ni ocho, ni las cuarenta de Thomas Tallis, sino infinitas. El resultado de sus construcciones no es una trenza de varias hebras, sino una curva única, producto de la fusión de infinitos ángulos, una superficie que vibra con el temblor de sus mil componentes. Como dice Irene de Juan en las notas, Ligeti nos transmite "el murmullo de lo inexplicable".
Además de este Réquiem, la magnífica temporada que ha preparado la OCNE para este curso ofrece tres de las formulaciones sinfónicas que Ligeti dio a esta idea polifónica suya: Atmósferas, Lontano y Ramificaciones. Con la magistral interpretación del Réquiem, y de la Sinfonía Alpina de Strauss que lo acompañaba (y que, por cierto, empieza con una fascinante superficie de cuerdas), Afkham y la OCNE nos están invitando a oírlas todas.