El cambio de año es momento propicio para muchas cosas. También para gruñir un poco. Aquí va un bufido contra la música que se administra obligatoriamente al viajero del metro de Madrid en las estaciones de Ópera, Sevilla y alguna más. Se le da a todos música buena gratis, lo que sería de agradecer si no fuera por la obligatoriedad. La música es ineludible. Si se nos da, no tenemos más remedio que recibirla, porque nuestras orejas no tienen párpados, no podemos cerrarlas como cerramos los ojos.
Tampoco podemos "oír a otro lado" como miramos a otro lado cuando no queremos ver algo que tenemos delante, porque los oídos no perciben frontalmente, como los ojos, sino en redondo. Oímos también detrás, aunque con un poco menos de intensidad. En una palabra: el oído es un sentido indefenso. Donde hay música, el oyente que no la desea se siente como un pato de cebar, con el embudo en el gaznate y los granos de maíz (o las corcheas) entrándole sin pedir permiso. Si estoy de humor y me apetece oír ahora esa música en concreto, estupendo. Si no, la única salida que tengo es largarme de ahí.
La música es una bendición, pero solo si la disfruto cuando y como quiero. Volviendo al pato cebado, una tostada de foi puede hacerme llorar de gusto, pero no me despiertes a las cuatro de la mañana para dármela y no me la hagas comer a la fuerza cuanto estoy ahíto, tras dos platos, postre y café. El bocado más exquisito se vuelve repugnante si la dosis o la ocasión no son las adecuadas.
[Franz Welser-Möst alegra con inesperada destreza el Concierto de Año Nuevo]
Adoro el Sombrero de tres picos de Falla, la Ritirata notturna de Boccherini y La Revoltosa de Chapí, que son piezas habituales en la estación de Ópera y, precisamente porque me encantan, me saca de quicio oírlas así, superpuestas a la sonoridad natural de los andenes: el soplo continuo de los espacios tubulares, el bisbiseo de las conversaciones y, cada dos o tres minutos, por la derecha o por la izquierda, una explosión entrante, con traqueteo de vagones, chirrido de ruedas contra raíles, estruendo del aire arremolinado en los túneles, pitidos de aviso y ruidoso mecanismo de apertura y cierre de puertas.
No veo la necesidad de tapar con música estos sonidos propiamente ferroviarios. Además, no se puede. Intentarlo es tan infructuoso —y tan hiriente— como tratar de esconder olores volcándose encima el bote de colonia antes de salir de casa o saturando de ambientador una estancia cerrada. Hace años aprendí a convivir resignado—¡qué remedio!— con la música de fondo de los lugares públicos, pero esa, al menos, por ser de fondo, suena flojito. La música del metro, en cambio, la ponen a todo trapo, para que pueda subirse encima de los ruidos de la estación. Le pido a los reyes ilusionadamente unos andenes de metro sin música.
Cultura en el metro, claro que sí, pero sin imposiciones, con la cortesía básica ("si le parece bien", "con su permiso"...) que hace tolerable la convivencia. Las reproducciones didácticas de arte plástico en Goya o en la antigua Atocha, hoy Estacíón del Arte, los murales de azulejos de Mingote en Retiro, los paneles que dan contexto histórico a Lista o Ventura Rodríguez, el enorme despliegue de fotografías de producciones del Teatro Real en Ópera, con Don Quijote de Halffter/Wernicke en lugar preferente, todo eso es eludible y, por lo tanto, bienvenido.
Me encantan las páginas que los vagones llevan pegadas en las paredes gracias a la campaña Libros a la calle. Las leo o las eludo según me da. Si no las miro, ellas, prudentemente, me dejan en paz, pero si decido darles mi atención, rara vez me decepcionan. ¡Cuánto le agradecí al metro de Madrid que me descubriera, hace veinte años, al gran Gonzalo Rojas, del que, en mi ignorancia, no había leído nada! Me impresionaron estos versos percutidos, de acentos despeñados, esta música mecanográfica que autorretrata al poeta en el momento de crear y que leí entre estación y estación:
"Celébrote a máquina sin más laúd / que este áspero / teclado de la A a la Z, dígote cuánto / ámote del tacón / al pelo..." Poco después vi en el telediario a Gonzalo Rojas recibiendo en Alcalá el Premio Cervantes. "Claro, Rojas, el del metro", pensé y volvió a resonarme en la cabeza su máquina de escribir: "... espérote esperándote parado aquí a / las 7..."