Lunes Santo, buen tiempo, muchos madrileños han huido a la playa, a la sierra, al pueblo... pero el Teatro de la Zarzuela muestra una magnífica entrada para oír al joven barítono Andrè Schuen, que ha venido a cantar La bella Magelone, de Brahms. Nuestro país no es proclive de entrada ni al estro germánico ni a la canción de concierto, pero el Ciclo de Lied lleva veintinueve años sembrando tenazmente el gusto por este género, que ha florecido entre nosotros. Madrid, capital internacional del Lied, incluso en vacaciones: ¡quién lo iba a decir!
Las canciones de Magelone son muy peculiares. Brahms, el campeón de las formas ricas, descuadradas y de contornos huidizos, el constructor refinado que en sus sonatas, cuartetos y sinfonías no se permite periodos regulares ni melodías previsibles, se muestra aquí fascinado, durante casi una hora, con el esquematismo característico del canto popular. Los extremos se tocan y tan Brahms es lo uno como lo otro.
El de Magelone es un Brahms escueto, un Brahms Azorín. ¿Qué es lo que hay que contar aquí? Pues lo cuento y ya está, sin darme coba. Son canciones silábicas, una nota por sílaba, que van al grano, sin efusiones ni excursiones líricas, lo que las hace aún más difíciles para el cantante, ¿porque cómo matizar estas claridades sin estropear la línea clara?
[Pablo González, un capitán Ahab a la caza del 'Requiem' de Verdi con la Orquesta de RTVE]
Otra peculiaridad de esta música es que la historia (de amor, desamor y otra vez amor) que viven la bella Magelone y su enamorado, el conde de Provenza, no se explicita aquí, sino en textos aparte. Lo que oímos en las canciones de Brahms y en los 15 poemas de Tieck es solo el eco, la resonancia de aquellos avatares. Me recuerda a los preludios de Debussy, que no evocan la cosa preludiada (la catedral sumergida, la joven de pelo de lino) sino el estado de ánimo anterior, que es el que les dará realidad.
Aquí lo mismo, pero lo que suena no es lo anterior, sino lo de después, la reflexión posterior. Ese retardo poético, junto al esquematismo de lo popular, dan a estos Lieder un carácter distanciado. En comparación con los de Schubert o Schumann, son menos del siglo. Brahms parece abstraerse a su tiempo en este producto que no sé si es clásico o moderno, pero, desde luego, es poco romántico.
Schuen es un intérprete ideal de esta música por la facilidad de su emisión, que si se agradece siempre, aquí se hace imprescindible. Canta como si tal cosa, con naturalidad, como quien charla entre amigos, aunque esté siempre listo para un giro potente o tormentoso, un gesto vocal de arte (es decir, de artificio), porque la sencillez de este Brahms es solo aparente. No son canciones populares, sino de concierto, de alto arte.
A un instrumento excepcional y una técnica asombrosamente fácil, Andrè Schuen añade la sabiduría para identificar oportunidades expresivas y la impagable virtud de la contención. Sorprende que no haya corregido las eses, que pronuncia de manera no normativa. Quizá le guste así.
El reto del piano en estas canciones es parecido al de la voz: encontrar un equilibrio expresivo entre la sencillez y la sofisticación. Daniel Heide lo hizo admirablemente. Dieron de propina Morgen de Strauss y la Nana de Brahms.
El Martes Santo, de nuevo mucho público, esta vez en el Auditorio Nacional, para asistir a la primera interpretación en España, medio siglo después de su creación, de La pasión según san Lucas (1966), una de las obras maestras de Krzyzstof Penderecki. Se había oído antes, pero creo que no en su integridad.
Es un logro muy significativo, porque se trata de una obra importante en la evolución musical del siglo XX y muy compleja de montar, sobre todo para el coro, que es el verdadero protagonista y tiene abundantes pasajes atonales muy expuestos, algunos a cappella.
Se reunieron para la ocasión tres coros, el de la ORCAM, las voces femeninas del joven de la ORCAM y el de la Radio Polaca. Además de las dificultades de la partitura, tuvieron que superar las de su dispersión en la inmensa Sala Sinfónica del Auditorio Nacional. Se dispusieron en las sillas del coro y en los barcos laterales, en tres bloques separados una treintena de metros. El efecto espacial subrayaba el dramatismo, pero la distancia dificultaba el empaste y la transparencia.
El rendimiento de los tres coros (seguridad en las entradas, afinación, potencia, claridad, expresividad) se disparó en la segunda mitad de la obra. La soprano Olga Pasiecnik fue la más destacada de los solistas vocales, junto al bajo Łukasz Jakovski y al barítono Enrique Sánchez. El narrador Ángel Saiz hizo una recitación expresiva en latín no del todo verosímil.
['La nariz': una lección de teatro]
La orquesta, supeditada casi siempre a la voz, es peculiar, con saxos en vez de oboes y clarinetes, violines que están más tiempo callados que tocando, clusters por doquier, sobre todo en el órgano y el armonio, glisandos, para la angustia y las turbas y contrafagot para las tinieblas.
Entre todos ellos nos dieron la versión Lucas de la historia que la Semana Santa conmemora: la tortura y muerte en la cruz de Jesús en presencia de su madre y su discípulo predilecto. La resurrección queda implícita. En realidad, Penderecki narra también el sufrimiento del pueblo polaco, el más católico de Europa, aplastado históricamente una y otra vez desde el este y el oeste y sometido durante medio siglo al yugo soviético.
El Requiem polaco de Penderecki, estrenado veinte años después por Rostropovich Pasión de Lucas, fue la secuela de esta y, junto con las voces y los hechos de Wałesa y Wojtyła, contribuyó a debilitar y, finalmente, derribar el muro. Oír entera en Madrid la Pasión de Penderecki fue una ocasión excepcional que hay que agradecer a la maestra Marzena Diakun, directora titular de la Orquesta y Coro de la Comunidad de Madrid.
Concertó los dos centenares de músicos con precisión y eficacia y le dio a la partitura la gran dosis de expresividad que requiere. No es fácil olvidar el dramatismo del Stabat Mater o la insistente plegaria Deus meus, que en realidad es reproche: ¡por qué me has abandonado! Esta pasión no lleva resurrección explícita, pero hace sus veces el acorde final el final, un luminoso mi mayor sobre la palabra veritatis. El efecto lo había practicado cinco años antes en Polymorphia, enteramente ruidista salvo el acorde final de do mayor.