Impresiona el ardor con que el público del Teatro Real aplaudió el estreno en España de la ópera Lear desde la primera función, según me cuentan, hasta la última, a la que asistí. Impresiona (e ilusiona) porque la música de Aribert Reimann (Berlín, 1934) es dura vanguardia setentera y El rey Lear de Shakespeare es una tragedia brutal. Los aplausos, por otra parte, no pueden ser más merecidos.
Calixto Bieito, maestro del teatro, va al grano desde el principio y no se mueve de él. En cada minuto nos muestra la esencia de esta historia de desengaño y furia ante el amor interesado, o sea, falso. No nos quita de delante la desgarradora imagen del viejo que pide, sin encontrarlo, un sitio digno entre los vivos.
La escenografía de Rebecca Ringst, toda ella tablones de madera oscura, es a la vez ominosa y fascinante y, en combinación con la soberbia iluminación de Frank Evin, da lugar a espacios inesperados, desde un paso de cebra atestado, como los del centro de Tokio, a un bosque de musgos de la vieja Albión.
Todos los protagonistas están geniales, pero hay cuatro papeles especialmente difíciles que están soberbiamente resueltos. El barítono Bo Skovhus es hoy el Lear de referencia, heredero de quien lo estrenó, Dietrich Fischer-Dieskau. Están muy bien los dos remalísimos, Goneril (Ángeles Blancas) y Edmund (Andreas Conrad), igual que Edgar (Andrew Watts). El actor Ernst Alisch da una lección magistral al construir el Bufón, personaje clave, con apenas una mirada y media sonrisa.
Hasta que, en 1978, apareció en triunfo la partitura de Reimann, ningún compositor había sido capaz de llevar al escenario con éxito El rey Lear que, sin embargo, es la más sonora, y, por lo tanto, la más musical, de las tragedias de Shakespeare. Sus palabras nos cuentan esta historia no solo mediante su significado, sino también por su sonoridad como significantes y por el entorno acústico que las envuelve. Es teatro auditivo, pensado para ser comprendido por el oído, como quien comprende oyéndolo el mar o el bosque.
La acusticidad de Lear se nota incluso en la versión apabullantemente visual de Akira Kurosawa en la película Ran. El director y el compositor Toru Kakemitsu hacen que el último minuto, conclusión de tres horas de exploración cinematográfica del dolor, sea únicamente musical. Son nueve alientos tensísimos del "shakuhashi", la flauta de pico tradicional japonesa. En la pantalla, un abismo y, debajo de la flauta, nada, silencio, la misma nada que expone Cordelia, la única buena de las tres hijas del rey. Cuando su padre le pregunta qué tiene que decir para impresionarle con su amor filial y mejorar así su herencia, ella, decidida a amar sincera y calladamente, responde: "—Nada, señor. —¿Nada? —Nada. —¡Pues nada saldrá de la nada!", y así hasta una treintena de nadas en el texto de Shakespeare. En la ópera, Reimann prolonga estas primeras nadas con muchos segundos de silencio.
Más acusticidades de El rey lear. Cuando Kent y Edgar, cada uno por su lado, quieren disfrazarse, lo que cambian no es tanto su aspecto como su acento. Pero es el propio Lear quien zanja la cuestión con una frase de mármol: "Look with thine ears!", "¡Mira con los oídos!", le dice al ciego Gloucester.
Además, Shakespeare hace nacer su tragedia del tétrico sonido de una tormenta inacabable. "Storm and tempest", "Still storm", prescribe una y otra vez en las acotaciones de los actos centrales y Reimann encarga a la orquesta el cumplimiento de estas indicaciones durante casi toda la ópera. Del foso sale una música violenta que golpea sin cesar al espectador ¡y a los cantantes!
Al mismo tiempo, es una música muy refinada, prodigio de orfebrería atonal, capaz de encadenar hecatombes durante dos horas y media sin que decaiga su efecto. Un cluster (muchas notas contiguas que se hacen sonar a la vez) se parece mucho a cualquier otro y lo mismo les pasa a los cataclismos, que son difíciles de modular, por eso le encuentro tanto mérito a este discurso de catástrofes encadenadas, que fue expuesto brillantemente por el coro y orquesta del Teatro y el director Asher Fisch. En relación con los cantantes, la orquesta va a su aire. No acompaña, sino abruma a las voces, como la tormenta al caminante. La habilidad del compositor y del director y el poderío sin fisuras del elenco hacen que la cosa funcione muy bien.
Jorge Fernández Guerra resume "Lear" con finura conceptista: "Una música imposible para una ópera imposible se ha convertido en la posibilidad del rey Lear". Del choque de dos imposibles surge la chispa de lo posible. No es casualidad que haya sido la estética serialista de postguerra la única que haya podido llevar a la ópera este Shakespeare que, según Andreu Jaume, autor de la edición bilingüe de Penguin, no empezó a ser tolerado por el público "hasta después de la Segunda Guerra Mundial, tras el exterminio judío y la destrucción de Europa."
Vivimos un momento muy rico de óperas vivas. Seguramente olvidaré alguno, pero me vienen a la mente los estrenos recientes de La Regenta de Marisa Manchado en las Naves del Español en Matadero, de la Judith von Shimoda de Fabián Panisello en Bregenz y de El industrial y la muerte de Jorge Fernández Guerra en el ciclo de óperas de cámara de la Fundación Juan March. Pronto vendrá al Teatro Real el Tenorio de Tomás Marco y sé que Jesús Torres y José María Sánchez-Verdú preparan nuevas óperas.
Además, el propio Marco ha publicado hace poco en Galaxia Gutenberg la Historia de la ópera de los siglos XX y XXI, un gigantesco trabajo que reúne en 600 páginas prácticamente todas las óperas significativas estrenadas en el mundo, de Debussy en adelante. Las documenta, ordena y sitúa en el devenir del arte, lo que ayuda a entender el fenómeno en su globalidad.