La voz de Bruce, los cuartetos de Conrado, el miedo de Xavier y el horror de Ramón
El Boss en Madrid, dos nuevos cuartetos de Conrado del Campo, la novela de Xavier Güell sobre Shostakóvich y el ensayo-poema de Ramón Andrés.
El estadio del Atlético de Madrid recibió una lección de musicalidad de Bruce Springsteen y la E Street Band, porque ¿qué es la musicalidad sino la habilidad de tocar al prójimo mediante la música? Tocar el corazón del otro sin manos, como hacía desde el piano con sus seducidas el Don Juan de Torrente Ballester.
Con la voz rendida, cansada de la carrera de la edad, Springsteen mantuvo secuestrada el alma de 50.000 personas durante tres horas seguidas, sin la más mínima pausa. Pensé en lo que le dijo Manuel de Falla a Nadia Boulanger a la salida del recital de presentación en París del niño Menuhin. "¿Niños prodigio? Sí, sí, pero me impresionan más los viejos prodigios, como Verdi componiendo Falstaff a los 80 años".
Las canciones de Springsteen son de melancolía contenida. Canta sin aspavientos el dolor de la muerte de los seres queridos, que es el precio que pagamos por el bien querer.
El impacto de Conrado del Campo un siglo después
Con sus trece cuartetos y pico, todos ellos de porte centroeuropeo, Conrado del Campo demostró que, en la España de principios del XX, era posible el género "di camera", "de salón". Posible, pero improbable como camino de éxito para un compositor: el impacto de sus cuartetos de cuerda apenas pasó del día del estreno.
Solo ahora, un siglo después, están saliendo todos a la luz en conciertos, grabaciones y, sobre todo, partituras y materiales de ejecución viables gracias al monumental Proyecto Conrado de la Fundación Juan March. Cada año, la Fundación "estrena" un par de cuartetos y edita otros dos.
Acaba de salir en el sello MarchVivo el CD con los cuartetos octavo y noveno. Se agradece la transparencia de las intepretaciones del Cuarteto Diotima. El octavo, de 1913, es el último de la primera etapa. Es un cuarteto-confesión, casi como los de Smetana o de Janáček, con su programa autobiográfico y su torbellino emocional. El siguiente, más remansado, pero igual de intenso, llegó en 1942, treinta años y una guerra después.
Ambos tienen la impronta del Conrado camerista: densidad continua, que atrae tanto como abruma, dimensiones grandes, a hora por cuarteto, aire entre wagneriano y dvorsakiano y una escritura cuartetística —esa de cuya dificultad se quejaba Mozart— impecable, bien equilibrada.
En el oído de Conrado siempre están pasando muchas cosas, por arriba, por abajo y por dentro, todas ellas merecedoras de énfasis. A nuestro oído le cuesta a veces seguir tanto acontecimiento.
Su magnífica serie bien podía haber abierto el camino a la floración de cuartetos que ha venido después (entre otros, 19 de Jesús Rueda, 11 de Cristóbal Halffter, Ramón Barce y Sánchez Verdú, 6 de Luis de Pablo y Tomás Marco), pero no pudo ser. Sabíamos que los cuartetos de Conrado existían, pero no había dónde leerlos. No estaban. Ahora empiezan a estar.
Xavier Güell y Shostakóvich
El título de la última novela de Xavier Güell, Shostakóvich contra Stalin, informa de las circunstancias del asunto, pero no del asunto mismo. Se cuenta la historia del inmenso talento y feracidad del compositor, su caída en desgracia durante el terror estalinista, la crítica feroz, casi homicida, de su ópera Lady Macbeth escrita o dictada en Pravda por el propio Stalin, el consecuente giro estético de Shostakóvich, su rehabilitación in extremis y la vacilante entente posterior con el régimen.
Güell pone este giro, este pacto de supervivencia, en perspectiva fáustica. Personifica un demonio interior del compositor, un Mefistófeles tan emisor de frío como el del Dr. Faustus de Thomas Mann, lo que que, a través de Adrián Leverkühn, emparenta a Shostakóvich con Schönberg. "El Schönberg de la Revolución", dice Güell que a Shostakóvich le hubiera gustado ser. No pudo ser eso, sino un estandarte, el único genial, del realismo socialista.
La Quinta sinfonía, el instrumento del pacto mixto, a la vez condena y salvación, claudicación estética y perdurable éxito mundial, se la dicta entera el demonio. De los muchos crímenes de la revolución comunista, el peor, la engañifa máxima, fue, quizá, el aplastamiento de la vanguardia artística tras su utilización temprana como fuente de prestigio universal.
Ante esa brutal realidad, Shostakóvich eligió vivir y hacer carrera. Pero todo esto, salvo la parte Dr. Faustus, era ya bien conocido. Lo novedoso es que Güell cuente esta historia en primera persona, que se atreva a colarse en modo okupa en la mente de Shostakóvich y exponga convincentemente las certezas y vacilaciones de un espíritu torturado que se pasó media vida escondiéndose detrás de su sombra, cuando no peleando con ella como Jacob con el ángel y, tras experimentar todas las formas del miedo, acabó por aspirar, nada más —y nada menos— que a entender y dar voz al sufrimiento.
El Shostakóvich apasionado, "adicto a todo lo que hace"; que nos presenta el libro se parece más al autor que al protagonista, pero se acepta bien porque no se puede escribir —ni leer— un libro así, hecho de confesiones apócrifas de un personaje real, sin asumir un grado de autorretrato.
Cuenta Güell que Leonard Bernstein le dijo que para interpretar una sinfonía había que meterse dentro del compositor y robarle el alma. Ese, el de la intrusión creativa, me parece el verdadero asunto de la novela, el que me ha impelido a pasar las páginas. Otros intérpretes, más discretos, aspiran a lo contrario: desvanecerse y dejar que el oyente entre en contacto directo con el compositor. Güell, no. Él, como Bernstein, será lo que sea menos discreto.
Ramón Andrés y la reunión mística de contrarios
Solo un poeta a tiempo completo como Ramón Andrés, que ni adrede puede no hacer poesía, es capaz de titular así: Los no llamados por su nombre. Su último libro, en Temporal Casa Editora, va de Matthias Grünewald, el célebre Matías el pintor de la ópera de Hindemith, del que sabemos bien poco: que vivió en la Alemania de la Reforma a la vez que Durero y Holbein el Viejo, que fue experto en artes hidráulicas y en la fabricación de jabones con propiedades curativas y que, con toda probabilidad, no se llamaba Grünewald.
Parece que adoptó, más bien, los apellidos Gothart Neithart, traducibles respectivamente por "lleno de Dios" y "lleno de mal", que parecen elegidos para satisfacer, 500 años después, la afición de Andrés por la reunión mística de contrarios. Lo cierto es que este Matías tenía un insólito dominio del degradado, pintaba "fuego adentro" y era capaz de expresar "en su más radical potencia, la monstruosidad del dolor".
Durante cien páginas, Ramón Andrés mira y escucha la obra maestra de Grünewald, el Retablo de Isenheim, y sus muchos ecos y alrededores con una mezcla inigualada de erudición y poesía.
Andrés todo lo sabe, pero todo lo duda, porque cada dato, cada idea, le provoca una irreprimible indagación poética en forma de yuxtaposición de variantes que profundizan en revueltas hasta dejar expuesta la imagen en toda su deshilachada polivalencia.
Una vez visto el horror, su mirada, como la de Josef Conrad, nos devuelve un clamor contra la iniquidad, la violencia y la guerra, que Andrés llama "el esplendor de la barbarie". Se cuenta en el libro que, para escribir su Auto de fe, Elías Canetti, sembró su cuarto de reproducciones del Retablo de Isenheim, "reminiscencia —para Canetti—del horror que los seres humanos acostumbran a tributarse unos a otros". Y, en medio de tanta negrura, mogollón de coloridas flores.
Andrés aprovecha la presencia de plantas medicinales en la pintura de Grünewald para anotar nombres luminosos que curan con solo sonar: la milenrama, la búgula y el alhelí amarillo; el éboro negro, que sana la melancolía; la adormidera, el llantén y la consuelda; el amargo agracejo, también llamado husera, y la celidonia, aliviadora de las dolencias de los ojos.