[caption id="attachment_466" width="560"] María Sotomayor[/caption]

Dice María Sotomayor que su abuela le enseñó la poesía por primera vez a través de Federico García Lorca. Dice, y entonces su voz se entrecorta, que escribirle este libro, La paciencia de los árboles (ed. La Bella Varsovia, 2018), ha sido cerrar el círculo. Siente que ha cumplido una especie de pacto que nunca verbalizó con ella. Ahora está más tranquila. Respira, llora y vuelve a respirar. El recuerdo sigue vivo.

La paciencia de los árboles es un libro duro, de esos que te observan desde la mesa y les rehúyes la mirada porque sabes que el viaje no tendrá retorno. En ocasiones, es un libro de una nieta a una abuela, y en otras, de una persona que cuida a otra que enferma y cae en picado. Ya la portada, que es la fotografía de un tapete de ganchillo hecho por la misma María, huele a abuela, a crujido de mecedora, a pueblo. Que la poesía ayuda a visibilizar es algo que nadie duda, y en este poemario Sotomayor le pone palabras –y a través de ellas imágenes– a dos elementos normalmente obviados en la literatura: el alzhéimer y la tercera edad. Con una ternura absoluta, pero sin adornos ni metáforas extrañas, la poeta va narrando el proceso de olvido físico y sentimental de su abuela enferma.

 

Qué bello árbol eres incluso dentro de la fiebre

qué hermoso estar tienes sin prisa por los arrabales

tendida en la cama a donde van los bosques.

 

Ahora eres muy parecida

al olor de tus flores

aunque ninguna de ellas

sea tan frágil como tus piernas

porque sigues aquí

tendida y rígida en la habitación

como si siempre hubieras sido así

pulida y milagro

incansable carrusel casi a cámara lenta.

 

Cuenta que empezó a escribir este libro en 2015 con la idea de hacerle a su abuela un homenaje en vida, desde «la ternura que le provocaba su yo en pequeño y la rabia de ver a su madre ser madre de nuevo». Sin embargo, la muerte partió en dos esta idea y cambio el destino inicial del libro. María incluiría entonces la última parte, la de la muerte, acompañada por citas de Lorca. Es la más dura y la más tierna. Con el contrato ya firmado, pero con la facilidad por parte de la editorial de ampliarlo, María escribe así, de golpe, estos últimos poemas, con versos que reflejan tristeza absoluta y también, de alguna manera, calma: la del descanso de su abuela sobre el recuerdo en su nieta.

 

La criatura no responde

me resquebraja su placidez de piedra

mi silencio es punta de lanza

no es ausencia temeridad de acíbar mi cuerpo

planto mi mano ligera sobre su abdomen

pero su respiración no existe ni se prolonga.

 

Ahora que tu cara es de nácar

y puedo llevarte en brazos al río

que ha muerto Magdalena Buenosvinos

mi abuela

no avisen a nadie

por favor

que estoy bordando sus rosas en sus pies

y en sus manos pensamientos.

 

Cuando habla de su libro, la poeta hace hincapié desde el primer momento en la soledad de las cuidadoras –casi siempre son mujeres–, que suele ser gente sin formación que se ocupa al día de mínimo siete pacientes, lo que hace tremendamente complicado que se establezca el vínculo necesario que despoja a esta enfermedad de parte de la humillación inevitable provocada por la misma.

Por ello, la intención de Sotomayor es loable. No sólo quiere darle presencia al alzhéimer a través de lo mejor que hace: escribir poesía, sino que también quiere donar todos los beneficios derivados de los derechos de autor de La paciencia de los árboles a la Residencia de Ancianos de San Juan de Dios de Bujalance (Córdoba), donde la falta de recursos hace imposible contratar a más cuidadores que hagan la existencia de los enfermos de alzhéimer más llevadera, más respetada, más protegida.

Desde aquí le presto mis palabras y mis manos para que el mensaje de María Sotomayor se extienda, para que la memoria de Magdalena trascienda los libros y consiga que la emoción sacudida por su existencia y su enfermedad llegue más allá. Es importante, en tiempos tan trémulos, que la sensibilidad tenga un papel más importante, que sepamos ver la ternura que habita en la tristeza y en la decadencia, y que sepamos honrar la muerte con vida, con más vida.

 

Es cierto que la soledad es siempre

lo que sujetamos en el último recuerdo.