Regalen libros que cambien vidas
Corría -que se mataba- el año 95 ó 96 (que nunca he sido muy bueno para los números) cuando cayó en mis manos el libro que me cambió la vida. Más que un libro, era una biblioteca: se titulaba The Vintage Book of Contemporary World Poetry, lo había preparado el poeta J. D. McClatchy y en él leí por primera vez a algunos de los poetas que desde entonces no me han abandonado nunca. Me convenció, primero, el hecho de que los autores incluidos que conocía eran de mis predilectos (estaban, entre otros, Ángel González o Eugénio de Andrade). Otros eran Henrik Nordbrant, Yannis Ritsos, Yehuda Amijai, Tomas Tranströmer, Mahmud Darwix, Zbigniew Herbert, Czeslaw Milosz... Encontré el libro en alguna sucursal de Barnes & Noble en Nueva York, tal vez en la del Citicorp Center o en la de Union Square, mis favoritas, y luego dediqué los días siguientes a buscar libros de estos poetas por todas las librerías de la ciudad. A menudo he pensado que mi biblioteca no es más que la expansión que se originó en el big bang de ese libro que, por cierto, presté o perdí (o sea, perdí) y hace poco recuperé amazon mediante: un ejemplar descartado por la biblioteca de Nueva York del que ya no pienso desprenderme.
Y este, ahora, ¿por qué nos contará su vida?, pensarán ustedes. A ver si pensaban que la temporada de regalos no iba a afectar también a este modesto blog... Y si tienen ustedes un sobrino, un amigo, un amante (usado en todo esto el género neutro, no me voy a poner a decir sobrino y sobrina, amigo y amiga, etcétera: esto no es un discurso que necesite relleno a falta de ideas) metido a poeta más o menos principiante, regálenle una de estas antologías que tantas puertas abren. Los norteamericanos son muy aficionados a este tipo de antologías, y las hacen muy bien. Lo tienen fácil: en ningún otro país se traduce tanta poesía. Es lo que tiene ser la capital de ese imperio del que somos provincianos... Y es que, en cierto modo, todos tenemos (lecturas mediantes) algo de poetas norteamericanos.
Creo que aún se consigue la antología de McClatchy, pero, si no, hace apenas unos meses apareció The Ecco Anthology of International Poetry, editada por Ilya Kamisky y Susan Harris. Hagamos la primera prueba: ¿poetas españoles incluidos? Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Camilo José Cela, Gloria Fuertes, Ángel González y Luis García Montero; y dos catalanes: Francesc Parcerisas y Ernest Farrés. Resulta raro, sí, ver ahí a Cela, pero a mí me cae bien esta antología porque, aunque de casi todos incluye apenas uno o dos poemas, a Gloria Fuertes, tal vez de nuestros poetas la que más se merece una recuperación que la libere por fin de clichés simpáticos y le devuelva su auténtica estatura de poeta imprescindible, le dedica más espacio que a Gerardo Diego o Rafael Alberti, por ejemplo.
Esta recopilación abarca más (temporalmente) que la de McClatchy, por lo que tiene más zonas obvias y puede detenerse menos en la obra de cada poeta: tiene algo más de guía telefónica. Con todo, es un buen lugar para iniciarse y deja bien de hilos de los que tirar, y nos presenta a unos cuantos poetas que no conocíamos y que probablemente ya no nos abandonen.
En español no hay nada parecido (y no sería tan complicado, ahora mucho menos: probablemente sea España el país, después de Estados Unidos, en el que más poesía traducida se publica). Ojalá algún editor se anime pronto a hacer una antología de estas características, que sería bien sencilla de armar. Mientras tanto, no sería mal regalo la antología La escuela de Wallace Stevens. Firmada por Harold Bloom y producto de su colaboración con la traductora y editora del volumen, Jeannette L. Clariond, el volumen es una inmejorable introducción a una de las ramas más fértiles de la poesía norteamericana contemporánea.
Arranca presentando al supuesto “maestro” de todos ellos, Wallace Stevens, para luego desarrollar un árbol genealógico riquísimo que va de Elizabeth Bishop, James Merrill o A. R. Ammons a otros igualmente indiscutibles como John Ashbery, W. S. Merwin, Mark Strand, Anne Carson... Hay algún nombre más discutible que otro (no sé si William Wadsworth está a la misma altura que los demás, por ejemplo) y ciertos nombres que apuntalan una cierta mirada sobre la poesía norteamericana hodierna que eran desconocidos para nosotros y que probablemente lo sigan siendo, pues no pasan de ser notas al pie muy “norteamericanas”, como Amy Clampitt: pero incluso eso, más que un defecto, es una virtud de esta visión que no es una antología de la poesía norteamericana (faltarían nombres esenciales como Charles Simic o Louise Glück, por poner apenas un par de ejemplos) sino una lectura de esa poesía, consciente y, a su modo, radical, algo muy de agradecer siempre.
Y hala, ya me quedo melancólico pensando en esa antología de la poesía universal en castellano. Habría algunos poetas que no están en ninguna de las antologías que he mencionado, como el estonio Jüri Talvet, del que Olifante publicó hace no demasiado Del sueño, de la nieve, una antología traducida por Albert Lázaro-Tinaut (en cuyo blog pueden leerse además algunos poemas de Tomas Venclova, que ya ha salido a colación aquí alguna otra vez) que incluye poemas como este:
¿También tienes uvas?
En la madraza de la ciudad que huele a morería,
bajo arabescos que se recortan y se retuercen,
los críticos académicos explican la revelación:
fluyen las significaciones como la vida misma,
el lenguaje sirve para llegar a acuerdos sin impedir
que cada cual mantenga su criterio; es la que sirvió
para que un anciano enfermo que perdió una pierna,
con el rostro cruzado de cicatrices siberianas, tras
los barrotes, bajo el cielo de su patria, desde la penumbra
de su gargantuesca máscara, pudiera
confundir las mentes de los papagayos de París.
Y así quedaron los críticos, intercambiándose alabanzas
y dándose palmaditas en la espalda, pero con sus puñales
andaluces prestos en el bolsillo. Me fui.
No porque yo fuera mejor ni más sabio que los otros.
Ya había pasado otras veces por lo mismo.
En el principio de los siglos, aun antes de que
naciera aquel que recomendara ofrecer la otra mejilla,
el sabio cobijado bajo el tejado de la pagoda
había sentenciado: “Todo fluye. Nada podrá
contra ello la espada ni la palabra”.
Lo supe de otro modo. Lo intuí
cuando una mujer joven, con su mirada
tierna trenzada en la corcova, se inclinó
ayer sobre sus hijos sanos, concebidos
con su marido jorobado; y hoy lo intuyo
a través de la vocecita tenue de mi hija
de dos años que me ha preguntado por teléfono:
"¿También tienes uvas?".
Sin saber qué hay más allá de los países y los mares,
sin saber que hay diferencia entre un día y un año,
mas que en realidad no hay diferencia alguna.
O, por no dejar, las novedades, que se supone que es lo nuestro, al sueco Magnus William-Olsson, cuya antología Una ciudad sin muros acaba de traducir la colombiana Ángela Inés García (y es un alivio saber que el gran Francisco Uriz tiene compañía) y ha publicado Libros del Aire. Nacido en Estocolmo en 1960, ha traducido al sueco a Safo, Alejandra Pizarnik, Cavafis o Gamoneda. Búsquenlo, merece la pena: sabe qué hacer con el lenguaje, renunciar a lo poético para reinventarlo (otra no es la labor del poeta). Regalen libros que cambien vidas. Y que tengan un feliz año, repleto de eso que fuera de los libros, ya en la vida, llamamos poesía.