El año pasado se cumplieron veinte años de la muerte de Gabriel Celaya (1911-2001) y cien de su nacimiento. El centenario, y es raro en estos tiempos tan dados a la efeméride, pasó con más pena que gloria, y San Gabriel Celaya (así le llamaba en un poema el poeta Victoriano Crémer) sigue en el limbo de los poetas poco o nada leídos (aunque no mal editados: ahí están los tres tomos de su poesía completa en Visor). He aquí un poema de Celaya, bien conocido, titulado “Biografía” y que uno no entenderá que no consiga que todo aquel que no haya leído a Celaya se lance a las librerías y bibliotecas en busca de sus libros:
No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los nos.
Y descansar: morir.
Visor acaba de publicar, en edición de Jon Juaristi, El silencio vasco, que reúne los tres libros (a saber: Rapsodia euskara, de 1961; Baladas y decires vascos, de 1965; e Iberia sumergida, de 1978) que Celaya dedicó al “tema de Euskadi” (como equivalente al “tema de España” tan noventayochista). Se ve que Juaristi pensaba haber titulado la recopilación como Canto en lo mío (y de ese modo alude a ella en el prólogo) título ya usado antes para reunir dos de estos libros. Esta reunión que ahora presenta Juaristi incluye una tesis: que Celaya se siente inicialmente un advenedizo por ser poeta vasco en lengua castellana (la de “los que mandan”) y en Iberia sumergida acaba por resolverlo trazando un paralelismo entre lo ibérico y lo vasco.
Bueno, esa tesis (que se entretenga quien quiera en observar si cierta o no) la olvidamos en seguida cuando comenzamos a leer y nos encontramos con el gran lírico que fue siempre Celaya, incluso en sus poemas más políticos:
He abierto la ventana. Los pájaros traían
y llevaban noticias.
Unas eran secretas; las otras propaganda
de una falsa alegría.
No quise entender nada, feliz en mi indolencia,
entregado a la brisa […].
Y es que Celaya buscó en el tema vasco algo más que aquello que plantea Juaristi en su prólogo; tal vez llevado algo más que por el radicalismo del que habla Juaristi, por algo más sencillo: un compromiso con sus compañeros de viaje antifranquista y, aún más simplemente, un desarrollo de su propio camino poético. Lo cuenta el propio Celaya en un texto suyo titulado “Historia de mis libros”. En él da cuenta del agotamiento de la poesía social a comienzos de los sesenta, una especie de muerte por éxito, según lo explica Celaya, que le llevó a sentirse “desconcertado” ante la proliferación del neovanguardismo y a intentar “una nueva puesta a punto de la poesía social aplicando ésta a la problemática de mi Euskadi natal mediante una combinación de sus viejas leyendas con su actual efervescencia revolucionaria”. Celaya explica que no veía sentido a no hacerlo en euskera (como cuando era niño y “aún no sabía el castellano”) y continúa explicando cómo su evolución le llevó de esa poesía social mítico-revolucionaria al “realismo mágico”. Toda exégesis en este caso eludo, pero esa evolución resulta de lo más significativa y transparente…
Hay sin duda en esta trilogía destellos del gran poeta que fue Celaya, pero no deja de representar una parte marginal (al menos, en cuanto a calidad) de su obra. No me resisto a copiar un poema más y recomendar (si es que a alguien le hace falta que le recomienden a Gabriel Celaya a estas alturas) como mejor puerta de entrada la antología Itinerario poético (Cátedra) preparada por él mismo. Ahí está este “Momentos felices”:
Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?
Cuando salgo a la calle silbando alegremente
-el pitillo en los labios, el alma disponible-
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que se siente?
Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro -sé que todo es fiado-,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así la muerte,
¿no es la felicidad lo que trasciende?
Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la felicidad lo que amanece?
Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?
Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?
Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?
Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?
Pensaba acabar ya con este “Epílogo” del propio Celaya:
Y al fin reina el silencio.
Pues siempre, aún sin quererlo,
guardamos un secreto.
Pero, me perdonarán, de pronto me ha apetecido hacerlo con estos versos que le dedicó Lauro Olmo y que me han hecho extrañar no haber conocido a Celaya:
Claro de luz,
lucía en su mirada
el reflejo del mar.
Era de risa fácil
brotando de lo hondo,
como si algo vital se desbordase.
Y un "no sé qué" infantil, incontenible,
a veces afloraba
en su trato común.
Quiso ser lo que fue:
un hombre solidario
que derramó en poemas su aventura.
Y hoy, que ya no está,
es su recuerdo
una hermosa inscripción:
Nada es el mar, hermanos,
sin hombre que lo nade.
Gabriel Celaya: Nada es el mar sin hombre que lo nade
6 febrero, 2012
01:00