Lo que querían los novísimos, cuando lo eran, probablemente no lo supieran ni ellos, o, si lo sabían, no acababa de convencerles; de quienes estaban en la antología famosa, la mayoría terminó por abandonar la poesía (o por seguir escribiéndola de forma marginal); con quienes se movían en los alrededores de aquello (lo que no indica dependencia o subordinación, simplemente que por motivos varios no estuvieron en la antología) ocurrió más o menos lo mismo.



¿Un intento de volver la poesía española más "culturalista", más "esteticista"? No creo yo que la poesía de Gil de Biedma no fuera esteticista, o la de Gil Albert, aunque desde luego eran de otro esteticismo. Los novísimos incidían en cierto decadentismo que claro, decayó, y lo hizo pronto.



Pero había algo muy hondo dentro de su propuesta, y algunos poetas sí supieron desarrollarlo y llevarlo al terreno de una poesía menos afectada, más relacionada con la vida (llamemos así a la experiencia contada crudamente) que con sus imágenes coloreadas para uso de álbumes y tapices. José María Álvarez, a su manera, y Luis Antonio de Villena, a la suya (y otros como Antonio Martínez Sarrión, de modos distintos), dieron con la mezcla que nos revela que la vida es más vida si se vive dentro de una forma de entender la cultura, y que esa misma cultura no se entiende si no es infectada de vida.



En la poesía de Luis Antonio de Villena ha habido desde siempre dos límites de oscilación: de un lado, el exhibicionismo más puramente novísimo (el de sus inicios con Sublime Solarium o el tardíamente recuperado Syrtes, pero también el de sus intentos de "marcar tendencia poética" como el, a mi juicio, fallido Marginados, intento de renovación de la poesía social) y el más vitalista, ora melancólico ora exultante, de sus libros mejores, que son, para mí y siempre desde este punto de vista, Huir del invierno (1981) y Como a lugar extraño (1990). Copio un poema, Clérigo vagante, de otro libro de esa etapa primera brillante, El viaje a Bizancio:



Andando entre la nieve de góticos aromas

por los largos caminos de la ancha Europa,

entre catedrales y villas de sombra alargada,

va un hombre mal vestido, de mirada profunda.



Ha leído a Ovidio, latines y bestiarios.

Bebido tal vez de todos los vinos de la tierra.

Fornicado y amado en tabernas y burdeles

con mujeres sin historia y damas de leyenda.



Sabe que la vida es sólo un extraño

hilván de cosas inconexas; placeres y dolores,

ebriedad y miseria, libros y oro.

No hay final o el final nadie lo sabe.



Andando entre la nieve, feliz y beodo,

acaso echado fuera de alguna casa noble,

masca versos latinos, camino de ninguna parte

el viejo Archipoeta, clérigo en Colonia.

Homo uidet faciem, sed cor patet Ioui.

No hay final o el final nadie lo sabe.



Después, Luis Antonio de Villena pareció secuestrarse a sí mismo entre papeles, publicó libros a cual más absurdo (recuerdo ahora uno que incluía semblanzas de Rocío Jurado o Marta Sánchez) y diluyó su estilo hasta límites vergonzantes (su Madrid, publicado por Península en 2004, es uno de los libros peor escritos que yo haya leído nunca). Editó unas cuantas antologías de poesía joven, que cada vez parecían menos suyas y más guiadas por criterios ajenos, y sus libros de poemas se llenaban de versos intrascendentes con asuntos y personajes de más o menos actualidad (Íkeres Casillas y similares). En medio de ese fárrago, una excepción: Las herejías privadas (Tusquets, 2001) uno de los libros de poemas más conmovedores y hermosos publicados en España en las últimas décadas, en el que Villena parecía olvidarse de intentar construir un personaje en sus versos para ir a la búsqueda de un yo esquivo y tal vez más oscuro del que nos gustaría para nosotros mismos. Fuera aquella sinceridad verdadera o apenas otro aspecto de la máscara, funcionaba a la perfección.



Proyecto para excavar una villa romana en el páramo (Visor), el nuevo libro de poemas de Luis Antonio de Villena, viene a engrosar la lista de los libros importantes de su autor. Su melancolía es pura vitalidad, anhelo de revivir las dichas pasadas y ya por eso vida rediviva. Cierto que contiene todo el descuido estilístico de su autor, pero eso le va mucho mejor que andarse con sonetos de acentos puestos por sorteo; cierto que quedan rastros del personaje, como cuando en "Alegría" dice "Buscábamos al negro que pasaba coca. / (Sí, esnifábamos una rayita de cuándo en cuándo. / Nada grave.)", donde se suman dos de los puntos más curiosos de la visión del mundo del poeta, su gusto con el malditismo junto con esa curiosa tendencia a pedir disculpas por cosas que podrían estar mal vistas "en sociedad". Da igual, incluso son condimentos necesarios del encanto de este libro que es un tratado sobre la búsqueda, el hallazgo, la pérdida, el recuerdo y la recuperación de la felicidad, y una invitación al goce permanente de los días, los cuerpos y sus luces sin desdeñar una sola de sus sombras. Un carpe diem hodierno y sin tiempo que nos devuelve al mejor Villena. Copio uno de los poemas del libro como muestra, el titulado "Ánfora":



No es un mito y puede parecerlo.

No es fingido sol, sino verdadero sol.

Pausanias ha visto junto a la palestra

las huellas en la arena de los testículos

del muchacho Agatón, no hermoso, hermosísimo.

Lo busca, lo sigue, ansía respetarlo

y ensalzarlo como a su "paidiká".

Quizá le ofrezca un gallo garrido

de cresta muy roja y vivo espolón.

(Imagen de devoción, arrojo, valentía).

Se hará querer, entender, amándolo

y haciendo de él la sístole misma

de su corazón. Y un día, en lugar apartado,

mirándose a los ojos, su mano palpará

los huevos de Agatón y olerá el aroma

de su picha estirada con la suya,

y el amado, rendido (pero la historia

es larga) dejará que la polla de Pausanias

entre a sus muslos, y el coito intercrural

repetirá las salpicaduras del cielo nocturno.

Celebrarán amor, belleza y juventud

y ello alentará las vidas de ambos, mucho tiempo,

cuando Agatón sea ya notable en el teatro

pero aún se recorte los pelos de la barba

para semejar la pelusilla del muchacho que fue...

No habrán ascendido al cielo de Platón

ni a las virtudes oscuras de Diótima,

pero Pausanias y Agatón habrán sido dichosos

con sabor a tierra y a inteligencia, a vino

y a palabras, a ternura y a ese lazo frágil

(más que en la caza de liebres) al que todos

llaman amor, múltiple amor, de la belleza

al pensamiento. Gracias, Jenofonte, gracias...

Pudo ser una pintura vascular, el fragmento

de un simposio perdido. Fue verdad. Y así,

es más que de sobra y suficiente.

Así nos hace impertinentes, seductores, vivos.

Así soñamos, todavía, una vida dichosa.



Villena en estado puro, con una máscara más transparente o más parecida a la vida y sus arrugas de dicha y desdicha. Un libro intenso en tiempos de pose. ¿Qué más se puede pedir?