El 30 de mayo de 1900, Rilke está en Moscú junto a Lou Andreas-Salomé

decidido a emprender un largo viaje por Rusia, el país al que en buena medida ha

entregado su espíritu. La casualidad le lleva a encontrarse en la estación de trenes con

un viejo amigo: el pintor L.O. Pasternak, quien parte junto a su familia hacia Odesa

al mismo tiempo que Rilke y Lou van camino de Yásnaia Poliana. Junto al pintor

viaja su hijo, Borís Pasternak, quien en una futura prosa autobiográfica titulada El

salvoconducto recordará ese fugaz encuentro, tan banal en apariencia como lleno de

secretos presagios.



Veinticinco años después, corre el rumor de la muerte de Rainer Maria

Rilke y su viejo amigo L.O. Pasternak le escribe para que una respuesta

desmienta la noticia o un silencio la confirme. Rilke, enfermo, contesta sin

embargo desde el sanatorio de Val-Mont, en Suiza; está vivo. No puede ya escribir

en ruso, aunque puede leerlo y garabatear algunas palabras. Está vivo y alegre de recibir

esa carta de un viejo amigo. Es más: le da noticia de conocer los poemas de su hijo

Borís, noticia que el padre no tarda en darle a su hijo, si bien por referencias y sin

copiarle las palabras exactas de Rilke, lo que desata en Borís Pasternak un estado de

zozobra por saberse leído por quien es para él el líder espiritual de la poesía de su

tiempo. Además, una confusión de su padre lleva a Borís a entender que ha sido Paul

Valéry quien ha traducido sus versos al francés en que Rilke los ha leído. Esa galerna

interior de Pasternak provocada por el ansia de conocer las palabras exactas que Rilke

escribe de sus poemas tiene algo ingenuo, como lo tiene también el hecho de que, en

contacto por fin con Rilke, no le pide ningún libro suyo para sí mismo, sino que le da la

dirección de Marina Tsvietáieva para que le remita a ella lo que pueda. El envío

consistirá, ni más ni menos, que en los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino. Esa

ingenuidad que rezuman las cartas de todos ellos (de Pasternak y Tsvietáieva, sobre

todo) convierte su correspondencia a tres bandas en el testimonio de un elevado

amor platónico y sin embargo correspondido, el rastro de tres almas singulares

entregadas al amor de la poesía. Una poesía que había aceptado entonces el encargo

de reconstruir al hombre, de crear una realidad paralela y más alta que sirviera de modelo a un siglo perdido en sus propias contradicciones.



Este libro hermosísimo, Cartas del verano de 1926 (Minúscula) que la edición

de Konstantín Azadovski, Evgueni Pasternak y Elena Pasternak, atenta a rellenar

los huecos entre carta y carta, convierte en una novela a varias voces, tiene algo de

antídoto contra el exceso de ironía (el colesterol, tal vez, de la literatura hodierna),

de alegato en favor del entusiasmo, la altura de miras y la poesía. Traducido por

Selma Ancia y Adan Kovacsics, es una lectura apasionante para cualquiera interesado

en la intensidad de la vida, y un tratado de generosidad y hermosura. Un libro que

nos alerta: la pose de sentirse de vuelta de todo puede cegar los mejores caminos de

ida, esos por los que sólo nos llevan el feliz entusiasmo, la consciente ingenuidad y la

vitalidad desbordada, digan lo que digan los alrededores de la vida.