Me cuesta mucho pensar que exista un país más solidario que España; nos encanta ponernos en el lugar del otro. De una forma, eso sí, bastante peculiar. No nos ponemos en su lugar para intentar entenderle, no indagamos en sus motivaciones y en sus circunstancias para después, una vez comprendida la situación, hacer un comentario de provecho o dar un consejo que pueda estar más o menos acertado.



Lo que nos va es dar un empujón al otro, ponernos entonces en su lugar, y decidir por él en función no de su circunstancia, sino de la nuestra, para luego ya ponerlo a caldo, que es lo que de verdad nos gusta. Si a eso añadimos que vivimos en un país eminentemente futbolístico (en el que apenas hay un par de opciones para casi todo, y el matiz resulta invisible; da igual lo que uno razone, que siempre acabarán poniéndole del lado del Real Tal o del Fútbol Club Cual), el resultado es que nuestras polémicas periodísticas son a menudo banales, chuscas y, eso sí, bastante dicharacheras.



Viene todo esto, claro, al caso de la renuncia de Javier Marías al premio nacional de narrativa. Las razones de Marías para renunciar a dicho premio son incontestables. Cree que los escritores deben ser ajenos a los favores del poder, que son escritores porque quieren y que por eso no deben esperar merecer premio alguno. Cree, en definitiva, en la independencia del intelectual. Y claro, eso, en el país de las subvenciones, del amiguismo y del invítame a lo tuyo que yo te llevo a lo mío, cae mal. Ha evitado la demagogia y ha agradecido su gesto a los miembros del jurado, que no tienen por qué pensar lo mismo que él. Nos ha dado una lección.



Claro que lo hace porque puede, dicen algunos, porque no necesita el dinero, jugando a otro de los pasatiempos españoles favoritos: si alguien hace algo decente, por algo será, por algo oscuro, seguramente. Pero este tipo de comentarios pertenecen al mismo género de los de la especie "Seguro que si le dieran el Nobel lo aceptaba" y entran de lleno en otra de nuestras grandes aficiones: psicoanalizar al vecino. Eso no lo sabemos, y además, no debería importarnos. En cualquier caso, sus aclaraciones sobre el Cervantes me parecen bastante elocuentes y el distingo que hace entre premios españoles y extranjeros, pertinente y necesario. Incluso sus razones sentimentales son de peso: que Julián Marías (a quien hice una de sus últimas entrevistas) nunca lo tuviera dice bien poco en favor de estos premios. Pero incluso eso lo citó como argumento secundario y cuidándose mucho de caer en lo demagógico. Para mí, Marías estuvo de chapeau. La independencia suele darse por hecha en un intelectual, pero ni mucho menos. Hay que optar por ella cuando se tiene ocasión, y Marías lo ha hecho.



He leído a algún escritor que dice que lo bueno de los premios nacionales es que son ajenos a los intereses editoriales. Bueno, digamos que tal cosa habría que demostrarla y, en cualquier caso, son unos premios paternalistas, manejados se quiera o no por el ministerio de turno, e innecesarios. Que tales dineros de nuestros impuestos vayan a parar a alguien que ha hecho un trabajo por el que ya ha cobrado me parece escandaloso. Que vayan a bibliotecas, por ejemplo, sí, pero eso es el ministerio quien tiene que hacerlo. También hemos oído decir que Marías debería haber aceptado el dinero para donarlo a quien le pareciera. Menuda soplapollez, con perdón: ¿entonces el Premio Nacional equivaldría a ser ministro durante diez minutos y poder decidir el destino de una partida? Es absurdo.



En el trasfondo de todo esto, de la existencia de los premios y de su defensa de unas maneras u otras, está la cultura de la subvención de la que vive buena parte de la mal llamada "industria cultural" española. En vez de sostener una cantidad de editoriales absurda en comparación con el número de lectores, de subvencionar películas mediocres y collages más o menos embadurnados, lo que este país debería hacer de una vez es una apuesta seria por la educación, por conseguir que las próximas generaciones puedan tener una experiencia de la cultura sana, formada y compartida, con el gusto educado en la diversidad y no en el inevitable autodidactismo al que nos hemos visto abocados todos los que hemos nacido en esta variada, pequeña, esposada España.