Felipe Benítez Reyes (n. 1960) es una de las voces más singulares de su generación; pese a
haber sido, en artículos, antologías y demás parafernalia, tal vez quien más a guasa se tomó
aquello de la mafia de la poesía de la experiencia, lo cierto es que su propia obra se alejaba (y
se aleja) del tópico al que quería ser reducida aquella como la de pocos poetas de su quinta.
Sus versos tienen algo de investigación en la tramoya, de intento de distinguir truco de
magia (el mago es un personaje que aparece de vez en cuando en sus poemas). Y por eso su
lenguaje, su escenografía, tienen algo de clásico desmontado: y en ello reside su actualidad,
su importancia. Aquí y allá sorprendemos ecos modernistas, románticos o barrocos, en
unos poemas que siempre dudan de qué significa ser en este tiempo o en cualquier otro. Es
justo que este último libro de Benítez Reyes, publicado por Visor en la colección Palabra de
Honor (con título y pinta -la colección- igual de pretenciosos que los Nuevos Textos Sagrados
de Tusquets) se llame Las identidades pues, en el fondo, toda la poesía de FBR es un intento
por averiguar la propia, o quizás más justamente, las propias. Este último Benítez Reyes es
más consciente si cabe de lo incierto de alcanzar una respuesta a ese respecto, y por ello, más
dubitativo a la hora de enfrentarse a la resolución de un poema: en la práctica, más variado
y con más puntos de fuga, más dado al cierre interrogativo que al chimpún del final con
moraleja. Las identidades se divide en tres partes: la primera, “Los protocolos inversos”, es tal
vez la que más remite a otros pasajes de su obra, de un modo tal vez un punto más desnudo
de retórica. “Actualidades y símbolos al paso”, la segunda, es, como anuncia, casi un diario de
viajes meditados, y a ella pertenece el poema que copio al final. La tercera, “Entre sombras y
bosquejos”, es la más variada, la que más matices nuevos aporta a la voz de Benítez Reyes. Las
identidades es uno de sus libros mayores.
Cuento de Tokio
Habitación 1023 del hotel Akasaka.En la 1022, una mujer
habla por teléfono en su idioma duro,
llora su llanto libre,
sus sílabas de oscuridad entrecortada.
El dolor tiende a la teatralidad,
implica un énfasis. (Un doliente
es siempre un disfrazado por dentro.)
La mujer de la 1022
verbaliza su tragedia expansiva,
llora su llanto enfático.
El huésped de la 1023 tiene sobre la mesa
los regalos pequeños que ha comprado
esta misma mañana.
A través de la ventana se ve el frío de febrero
como una transparencia sólida.
Los grandes cuervos de ciudad crascitan
imitando el llorar metódico de un niño, el sonido
de una sierra que desgarra la muselina del aire,
la rotura de algo hecho de aire.
La mujer de la 1022 vuelve a marcar,
vuelve a gritar, llora de nuevo.
La tragedia de la 1022 en la 1023,
la conjunción anómala de dos destinos
equidistantes, cruzados por un azar
que ni siquiera merece
la simetría mágica que conlleva ese nombre.
Alguien que habla a gritos
y alguien que oye sin entender
más que la retórica del grito.
De repente el silencio. Al poco, el ruido del televisor.
El silencio otra vez, durante unos minutos que parecen
eternidades mudas a la espera de ser profanadas.
Vuelve a marcar un número, tal vez el mismo siempre.
Reinicia su ritual compartido de expiación
de qué, de qué tiniebla
tan hirientemente suya.
El huésped de la 1023
recordará hasta el fin de su tiempo
la tragedia hermética que tiene lugar en la 1022,
la tragedia para él más lejana del mundo,
la más insondable,
separada de la suya por un tabique en el que cuelga
una estampa de Hiroshige:
“Luna de otoño en Tama”.