Izet Sarajlic (1930-2002) fue ensayista y traductor pero, sobre todo, es hoy conocido como poeta. Probablemente ningún otro poeta bosnio haya sido tan traducido como él. En castellano, además de una edición chilena, tenemos desde hace años la antología Una calle para mi nombre (Ayuntamiento de Lucena, edición de Juan Vicente Piqueras) a la que viene a sumarse ahora Sarajevo (Valparaíso, edición de Fernando Valverde).
Sarajlic llegó a Sarajevo con quince años y en ella viviría para siempre. Allí publicó su primer libro, En la reunión, allí se graduó en Filosofía y Literatura Comparada, allí trabajó como periodista y profesor. Autor de una treinta de libros, Diario de guerra de Sarajevo es probablemente el más conocido -por motivos, probablemente, ajenos a su calidad poética- y es el que se resume la edición española de Sarajevo. Un libro, por tanto, muy diferente a Una calle para mi nombre, una antología en la que Piqueras nos da un retrato más de cuerpo entero, atento a todas las facetas de un poeta muy rico. Sin olvidar, claro, la guerra. Cuenta Piqueras en su prólogo: "Me habló de la guerra, de las noches en que tuvo que enterrar con sus brazos, solo, a sus hermanas. A nadie en Sarajevo se le hubiera ocurrido convocar a los amigos a un funeral para facilitarles el trabajo a los francotiradores". El prólogo de Valverde es informativo; el de Piqueras nos da muchas claves para entender al personaje. "Izet Sarajlic, Kiko para los amigos, fue un hombre fiel, entregado a un solo amor que duró más de medio siglo, y al cultivo feliz de la amistad. La nuestra nació en Salerno. Charlábamos, reíamos, cantábamos, nos sentábamos juntos a cenar y una noche sentí que me tocaba la pierna por debajo de la mesa como para darme algo. Lo cogí. Era un pequeño álbum de fotos. Mientras los demás cantaban y bebían, lo abrí a escondidas. Eran fotos de una mujer hermosísima en todas sus edades: una estudiante de literatura germánica en la universidad, una novia abrazada a un jovenzuelo flaco que parecía el hijo de Izet, la primavera de su amor en sepia o blanco y negro, la boda, el nacimiento de la hija Tamara, el nacimiento del nieto Vladimir, hasta la enfermedad final en fotos a color. [...] Cuando fuimos a Paestum, ante el maravilloso templo de Hera me confesó: 'A mí la belleza sin ella no me gusta'".
Lo importante de Sarajlic (puede parecer una obviedad, pero está bien recordarlo) es que es un gran poeta, no que fuera bosnio. Sus poemas de la guerra son estremecedores, pero sería un error reducir su obra a esa parte. Toda ella está teñida del afán de salvar de la quema las cosas queridas, y sobre todo, las personas queridas. Dice así el poema que da título a la antología de Piqueras, en su versión (ambos han contado con la colaboración de Sinan Gudzevic y Piqueras además con la de Raffaella Marzano; ambas son, pues, traducciones indirectas):
Paseo por la ciudad de nuestra juventud
y busco una calle para mi nombre.
Las calles grandes, ruidosas,
se las dejo a los grandes, ruidosos, de la historia.
¿Qué hacía yo mientras se hacía la historia?
Sencillamente te amaba.
Busco una calle pequeña, una calle cualquiera,
por la que, sin llamar la atención de nadie,
podamos pasear incluso después de muertos.
No hace falta que tenga mucho verde,
ni árboles, ni pájaros propios.
Lo importante es que en lla un perseguido,
sea hombre o perro, pueda hallar refugio.
Sería maravilloso que estuviera empedrada
pero tampoco es lo que importa.
Lo más importante
es que en la calle que lleve mi nombre
no le suceda nunca a nadie una desgracia.
La poesía de Sarajlic, hecha para ser habitable, es como una reunión de viejos camaradas en torno a una mesa con un mantel de cuadros en un restaurante de campo. Él está además con su amor y todos recuerdan los malos tragos pasados y las alegrías juveniles, todo con la misma sonrisa que les ha llevado hasta ese momento. Áspera como un trago de vino honesto sin pedigrí, dulce como la sonrisa del anciano que, intuimos, nos gustaría llegar a ser.