El premio de la Feria Internacional de Guadalajara al poeta francés Yves Bonnefoy (Tours, 1923) trae al primer plano a un poeta que no es desconocido en España (abundan las traducciones de sus obras y que es, además de un inmenso poeta, un fino ensayista que consigue llenar sus páginas sobre arte y poesía con el mismo aliento transversal que llena sus poemas.

No quedará lector avisado que no se haya acercado ya a sus libros, pero por si lo hubiera, ahí van dos recomendaciones. Principio y fin de la nieve, magistralmente traducido por Jesús Munárriz y publicado en España por Hiperión, es uno de sus libros más significativos (y el que uno prefiere). Bonnefoy demuestra en él que sí, que la poesía se hace sólo con palabras, pero se hace con todo lo que las palabras llevan dentro. De hecho, Principio y fin de la nieve se toma el demorado trabajo de descascarillar la palabra nieve hasta extraer todo lo que la compone. Uno lee este libro hondo y de fondo tiene todo el tiempo ese silencio blando de la nieve. Al final, todo era nieve pero todo era la vida entera. Principio y fin de la nieve es ese monumento más duradero que el bronce que todo poeta aspira a dejar como marca de su paso por la existencia.

Una segunda recomendación para acercarse al Bonnefoy ensayista: El nombre del rey de Asiné. Apenas tiene unas cuantas páginas, lo vertió al español el poeta Arturo Carrera y lo han publicado las ejemplares ediciones de Huesos de Jibia en la Buenos Aires de Argentina, pero puede encontrarse en algunas buenas librerías de las Españas. Hablaba hace poco de lo difusa que es en ocasiones la frontera que separa el poema del ensayo en algunos de los mejores nombres del siglo XX y este es uno de esos casos; un ensayo que no debería faltar en ninguna antología del género y que es a la vez un hermoso poema en prosa sobre el rey de Asiné, un nombre vacío en el Mar de la Ilíada, y sobre el poema que le dedicó Seferis, aunque, naturalmente, es muchas más cosas que no les voy a decir porque seguro que ya han dejado de leerme para ir corriendo a por este secreto luminoso.

Naturalmente, Yves Bonnefoy es mucho más que esas dos catas. Su obra poética ha evolucionado desde un cierto hermetismo inicial a una claridad solemne (no en vano Patrick Labarthe ha seguido la huella de la tradición de los epigramas funerarios en su poesía), rebosante de ecos y pasadizos (el más profundo, tal vez, el que lleva a las resonancias medievales que ha estudiado Michel Zink, sin olvidar el impacto del monólogo shakesperiano; Bonnefoy es autor de felices traducciones del autor inglés). Su obra ensayística incluye finos libros sobre arte y dos volúmenes (más recopilación de artículos escritos a lo largo de una vida que libros unitarios, pero repletos, en cualquier caso, de sugerencias y lecturas hondas y novedosas) sobre Rimbaud y Baudelaire. Su poética, como ha escrito Jean-Claude Pinson, si bien está lejos de cualquier moralismo, ahonda en la idea de compasión, como otros grandes poetas de nuestro tiempo, con Czeslaw Milosz a la cabeza.

Un volumen reciente, titulado L’Inachevable, reúne las entrevistas concedidas por Bonnefoy entre 1990 y 2010. No diría uno que es un libro menor, repleto como está de intuiciones luminosas y senderos tan poco transitados como el que eligió Robert Frost. Dice Bonnefoy: “¿Qué somos sino el equilibrio que por un instante se establece entre nuestras nostalgias, nuestros remordimientos, nuestras aspiraciones, nuestras certidumbres, nuestras alegrías?” Y nos vamos caminando, pensando en sus palabras con un silencio de nieve.