Septiembre se lleva a los poetas. Acaba Seamus Heaney de abrir la puerta a lo oscuro y, tal vez por aprovechar y hacer juntos el viaje, allá se han ido del tirón, como quien dice, Álvaro Mutis, António Ramos Rosa, Juan Luis Panero.

De ellos tres, creo que Ramos Rosa es el que prefiero. Pero en esto de la poesía hacer listas no pasa de entretenimiento para echar el rato. Elegir no hace falta. Sin duda, creo que el que más importancia tuvo en mi formación fue Juan Luis Panero; en la mía y en muchos poetas de mi quinta y sobre todo en los que nos sacaban cinco o diez años. Panero nos enseñó muchas cosas sobre el despojamiento retórico y la importancia del detalle en el poema. Siempre que pienso en su poesía recuerdo el culo que sale en un poema de Enigmas y despedidas. Nunca hubiera pensado que un culo inmóvil sobre unas sábanas arrugadas pudiera ser de tal manera el centro de gravedad de un poema memorable (y no, ciertamente, porque tenga nada en contra de los culos). No creo que haya un libro de Juan Luis Panero mejor que otro; a casi todos nos gusta más el primero que leímos. La poesía de Panero tiene mucho que ver con la soledad y los fantasmas que crecen en su nada y se alimentan de las migajas de piel que dejamos en la almohada de nuestro sueño. Presencias luminosas en el laberinto de nuestra soledad habitan y fecundan su poesía.

La poesía de Panero no está hecha, con todo, a base de brillo. Es una poesía mate. Las iluminaciones están dentro de su semilla, no en el color de su fruto. En Sin rumbo cierto, sus memorias conversadas con Fernando Valls, recuerda un puñado de episodios cruciales de su vida. Cuando conoció, siendo niño, al Eliot que rememora también en un poema como un “educado espantapájaros”; la discreta antipatía que le despierta Luis Rosales; el viaje iniciático que se pasó leyendo a Cernuda, Cavafis y Durrell (tres presencias tan claras en su poesía). Con mucho humor narra un encuentro, a principios de los 70, con Dámaso Alonso y Arthur Lundkvist, el encargado de proponer nobelables en español a la academia sueca, quien, para sorpresa de Panero, no hablaba pizca de español, le amonestó por tener una fotografía de Pound a la vista y dejó un borrador bastante claro de lo que pasaría con el Nobel y el español en las décadas siguientes. “De Onetti dijo que no le darían el Nobel nunca. Y no se lo dieron. De García Márquez, Lundkvist comentó que, si escribía otro buen libro, se lo darían. Lo escribió y se lo concedieron. Le pregunté por Octavio Paz y, aunque estuvo renuente, dijo que tenía grandes posibilidades. A Borges, que era mi patata caliente, lo dejé para el final y él señaló que era un escritor sobrevalorado, que era un buen poeta —lo que me sorprendió—, pero que en cambio su prosa tenía poco interés. El tema de España lo sacó él y nos dijo que tenía dos candidatos aparte de Aleixandre, Cela y Ana María Matute, pero que ésta llevaba tiempo sin publicar y estaba esperando otro libro de ella. Lo curioso es que todo lo que nos dijo en esa reunión se ha cumplido”. Sobre la vida literaria deja una gran frase, quizás involuntaria: “En esos primeros años setenta viví bastante apartado de la vida literaria. Compramos dos perros”. Habla también con lucidez de su abandono de la poesía, rememorando un encuentro y una conversación sobre el asunto con Jaime Gil de Biedma: “Llega un momento en que conoces la técnica, tienes tu mundo propio y te pones frente al papel sabiendo que saldrá un poema al menos digno, pero no es eso... Con los años, si quieres prescindir de trucos y aspiras a escribir todavía con autenticidad, te das cuenta de que es muy difícil, porque ya no es sólo el miedo al papel en blanco, sino el miedo a un papel que se llene de cosas que uno ya ha dicho y que no añaden nada a su obra anterior. Hay que cuidarse mucho de los desastres de la vejez”.

En ese libro hay un capitulillo titulado Bailando un sirtaki con Álvaro Mutis, en el que Panero le cuenta a Valls un encuentro en Ciudad de México en el que surgió una amistad duradera que comenzó bailando un sirtaki “que hizo temblar la casa y aterró a los vecinos”. Los lectores, a partir de ahora, tenemos una nueva explicación mítica para los días de más furiosa tormenta: son Juan Luis Panero y Álvaro Mutis que se están marcando un sirtaki en alguna de esas casas alegres que sin duda abundan de ese lado en el que la muerte ya no existe.