El último número de la Ínsula vetusta promete desde el título estar dedicado a la “Poesía española contemporánea”, pero, para ajustarse más a la realidad de su contenido, debería haberse titulado: “Los títulos en la poesía española contemporánea”. Eso es lo que hay realmente dentro (aparte de la sección final con poemas y poéticas): un puñado de artículos cargados de generalizaciones a cargo de críticos que parecen no haberse leído más que los títulos de los libros.

Y es que si Valle-Inclán decía que al vulgo le vuelven tarumba las metáforas, a los críticos les vuelven locos los títulos que huelen a teoría, a manifiesto, a excusa para no profundizar. Por eso los más citados en estos artículos son los más ingeniosos: el decimonónico pero con cubierta táctil mester de cibervía de Vicente Luis Mora; la postpoesía de Agustín Fernández Mallo, por más que en la práctica no sea más que preprosa; y el Adiós a la época de los grandes caracteres de Abraham Gragera, uno de los mejores libros de nuestra quinta pero tan mal entendido como requetecitado. A los críticos les molan estas cosas, ya ven. Para haber pasado a la historia la época de los manifiestos, como unos dicen y otros sugieren, cualquiera lo diría...

El libro está lleno de teoría decorativa (un Jameson con dos piedras de hielo para mí; medio kilo de rizoma por allá) pero la teoría, aplicada así en general, como aderezo de espesores, no vale para nada. Lo mismo que hablar de la influencia de los poetas extranjeros y no citar más que a un repóker de norteamericanos obvios. Mejor hubiera sido centrarse en tres o cuatro poetas y estudiarlos a fondo que no este retrato desde tan lejos en el que es imposible reconocer a nadie repleto, además, de tópicos tan repetidos que ya producen urticaria:  decir, como dice Prieto de Paula, que los únicos compradores de poesía son los poetas, es como decir que sólo compran discos los cantantes, incluyendo, eso sí, entre éstos a quienes cantan en la ducha. Claro que el artículo de Prieto de Paula es el mejor ejemplo de esto que digo. Sus tres primeros párrafos hubieran servido para un artículo sobre cualquier otra cosa; a mí me da la impresión que hasta para un artículo sobre las sopas de pollo. Ya metido en harina, la cosa no mejora. Subrayo para ustedes esta frase: “Los poetas jóvenes se saben condenados a vivir en un mundo que se fagocita, pues se alimenta culturalmente de sus deyecciones”. Como diría aquel, toda exégesis en este caso eludo.

Hay una inflacción de importancia concedida a cosas nimias: decir de la antología de Araceli Iravedra Poesía de la experiencia, como dice Bagué, que “supuso la canonización definitiva y, al tiempo, la amortización histórica de la tendencia que había predominado en el último cuarto de siglo”, es una hipérbole desmesurada para hablar de una antología que no aportó absolutamente nada a nadie (salvo a Bagué, por lo que se ve). También entre el espesor insulso de Andújar Almansa se adivina que piensa, por lo que se ve, que la poesía se mueve a base de antologías y pseudomanifiestos. Por lo que a mí respecta, le agradezco a Domingo Sánchez Mesa que me eche de menos en la antología Quien lo probó lo sabe, pero lo cierto es que estoy. Aunque por lo que se ve mi presencia es bastante poco memorable: uno de los dos responsables de la antología, Luis Bagué, es también co-responsable de este número de Ínsula y no ha pillado el gazapo. O él también se ha olvidado de mí, snif, o los coordinadores tampoco han pasado de leerse los títulos de los artículos...

Me he aburrido como una ostra leyendo este tan superficial número de Ínsula, la verdad. Hay cosas muy interesantes, tres o cuatro poemas de verdad y alguna de las poéticas da verdaderas pistas de cocina. Pero me hubiera gustado leer algo más concreto sobre las propuestas valiosas que hay en la poesía española de ahora. Algo sobre cómo la poesía propone una crítica del sistema (que la hay), por ejemplo. Nada. Si uno lee esta revista, parece que la última poesía española sólo se dedica a pensar qué hacer con la poesía de la experiencia, a buscarse en internet, y un poco al ombligo de alguno que otro. Afortunadamente, hay unos cuantos poetas españoles que merecerían críticos mejores: críticos que, al menos, se leyeran sus poemas, y no pensaran que basta con leerse los títulos, ver quienes salen en esta antología o en la otra, y citar cuatro o cinco cosas a la moda para darle al asunto apariencia académica. Como dice Barbara Eckstein, quien se dedica a defender la teoría del rizoma es que ha hecho poca jardinería.

 

Pues eso.