Reconozco que, como lector, busco cada vez mas tonos que me despisten, que rompan mis expectativas con el lenguaje. Y, sin embargo, a veces encuentra uno libros que renuncian a la experimentación, a la estridencia, para seguir los caminos mas trillados en los que tantos y tantos aspirantes a poeta naufragan y ellos, sin embargo, consiguen llegar con éxito a la meta: escribir poemas de esos que se guardan en la memoria, o que la arañan, o que la destrozan, pero que tienen algún efecto sobre ella. Es el caso de Rodrigo D. Sancho Ferrer (Canals, Valencia, 1982). Aunque la solapa de su último libro de poemas, Los paisajes (www.edicionesochoacostado.blogspot.com) nos avisa de que es autor de al menos otros tres poemarios y dos volúmenes de relatos, reconozco que no le había leído hasta ahora. Pero buscaré sus libros anteriores: Los paisajes es una muestra de madurez en el trabajo con el lenguaje que deja ganas de más. Abren el libro, a modo de lema, dos versos: “El paisaje es lo que queda / después de haber mirado”. Y en efecto, el libro es, mas que sobre paisajes, sobre el efecto de nuestra mirada sobre ellos. Dice el primer poema, titulado “Paisaje con caballos ardiendo”:

Contemplo la bucólica escena del prado.

Un anillo de grandes álamos

y la rala extensión de hierba verde.

Los ranúnculos,

las campanillas,

Los dormilones.

A lo lejos la figura de tres caballos,

que parecen alimentarse con delicadeza.

Sus crines están en llamas.

Tres hilos de humo negro se elevan hacia el cielo,

contrapunto perfecto a la horizontalidad del paisaje.

Miraré extasiado todo ese tiempo.

El que tarden en arder los animales.

Rodrigo D. Sancho Ferrer escribe sus versos, como Eugénio de Andrade y Javier Rodríguez Marcos, mientras arden. Hay en ellos humor algo ácido (como en “Paisaje a orillas de la Estigia”, donde el óbolo de Caronte ha sido sustituido por la píldora anticonceptiva), pero abunda más la mirada lírica y pensativa. Copio para terminar el poema con que concluye el libro, titulado “Paisaje epílogo”:

Así lo cuentan:

en las antiguas casas holandesas

se cubrían con crespones

de seda de luto

los cuadros donde aparecían representados

paisajes,

para que el alma del muerto,

dispuesta a abandonar el cuerpo,

no se distrajera en su ultimo viaje

añorando todo lo que iba a dejar atrás.

Me pregunto de qué modo

habría que amputar la memoria

o esos ojos que silenciosos

han mirado desde siempre

para adentro,

vueltos, como calcetines,

hacia la inmensa geografía

del alma,

para no retenerla.

Qué sedas serían necesarias,

pienso,

qué kilométrica cantidad de tela,

qué paciencia

cuando todos tienen prisa.

Cómo borrar lo que se imprime

cuando cerramos los ojos,

después de haber mirado.