Desde que se publicó la entrevista que le hice a Ashbery en las páginas de El Cultural he leído, por aquí y por allá, chascarrillos a cuenta de los comentarios que el propio Ashbery hacía allí sobre su poesía. Muchos de ellos provenían de poetas patrios —algunos bastante conocidos— más allá de la cincuentena. Uno de ellos incluso me mandó sus propias versiones de un par de poemas de Ashbery dándoles la vuelta para demostrar que “eso lo hace cualquiera”, como suelen hacer los despistados y los ignorantes ante las grandes obras de arte moderno. Y es que eso es lo que es Ashbery a la poesía: lo que fue Picasso a la pintura, ni más ni menos (o algo así, más o menos). Y esas cosas que dice, que si ni él sabe lo que quiere decir, que si su poesía no vale nada... Coquetería de quien sabe de sobra lo que vale.

Pero no tiene uno ningún afán de explicarle, y menos cuando a él le gusta tan poco hacerlo. En otra entrevista también publicada en este suplemento hace unos años, Julio Más Alcaraz supo sacarle algo más que yo. Claro que él es uno de sus mejores traductores.

Lo más interesante del libro de ensayos de Ashbery que acaba de publicar Vaso Roto es su insistencia en los nombres menores, en vetas de la tradición que han pasado más desapercibidas. Y hay muchas más pendientes. Pese a que últimamente se presta más atención a su obra, parece que nombres como Denise Levertov, Amy Clampitt,  Muriel Rukeyser o Adrienne Rich, por poner sólo algunos ejemplos, fueran algo así como extravagantes figuras aisladas en torno a unas vanguardias que siempre se han leído como fundamentalmente masculinas. Pero ellas, junto con otros nombres, son parte de esa misma otra vanguardia de la que forma parte Ashbery. A algunas de ellas (May Swenson, también) las recogió Harold Bloom en su antología La escuela de Wallace Stevens, que hasta donde sé sólo existe en la edición en español de Jeannette L. Clariond. Y algunas de ellas (no todas de la misma edad) bien merecerían capítulo aparte, sin necesidad de un Stevens que, en muchos aspectos, se queda bastante más atrás. En el entendimiento del verso libre, por ejemplo, del que Denise Levertov escribió un tratado único, por más que disperso entre libros distintos (quizás fuera una buena idea recopilar esos artículos con un título común); o la enorme Muriel Rukeyser, que figura en el canon como una extravagancia cuando debería ser una rama fundamental de la tradición poética del siglo XX.

Pero hablaba de Ashbery. Sinceramente, me cuesta creer que quienes dudan de su valía le hayan leído de verdad, y digo esto con toda la inocencia del mundo. Probablemente hayan hojeado unos cuantos poemas aquí y allá, y teniendo en cuenta la mucha hojarasca que hay en la poesía de Ashbery (o la gran cantidad de poemas que requieren acercarse a ellos con las claves sabidas de antemano, porque no siempre las dan). Incluso los lectores más tradicionales, los que necesitan ver dónde está el sujeto y dónde el predicado con el primer golpe de vista, encontrarán en su obra poemas con los que emocionarse, repletos además de versos memorables. Tal vez empezar con los libros más duros del principio sea complicado, tal vez en los últimos abunde la hojarasca sólo descifrable si ya se tiene la contraseña. Pero vayan si no, por ejemplo, al Autorretrato en espejo convexo. Si de verdad salen y piensan que ahí no hay nada nuevo, demoledor, y a la vez profundamente hermoso y memorable, tal vez deberían volver a sus propios poemas y preguntarse si no serán como aquellos que seguían pintando escenas orientalizantes mientras Picasso despachaba Las señoritas de Avignon. Lo nuevo, siempre, requiere un esfuerzo, y no sólo por parte de quien lo crea, también por parte de quien quiere estar dispuesto a entenderlo, a descubrir una emoción mayor, más compleja. Para gustos, colores; en poesía también hay Giyas Kanchelis y Davides Bisbales.

La manera de conjugar diferentes voces (de una forma que tiene algo que ver con los diálogos telescópicos de Vargas Llosa) y, con ellas, diferentes registros; los extremos a los que lleva la intertexualidad, que no depende ya sólo de la literatura; su capacidad de orquestar y armonizar todo eso en poemas que son como una ráfaga de tiempo capturado mientras respira, y que respira todavía en el poema, hacen de él un poeta al que sólo supera, en su capacidad para redefinir la poesía, Anne Carson, gracias a su capacidad, también, para traer a la poesía (o llevarla) a los otros géneros.

La poesía de Ashbery es la serpiente de la tradición occidental recién mudada de piel. Tal vez no se la reconozca a primera vista, pero lo peor que se puede hacer es quedarse contemplando la piel muerta, riéndose de la nueva sólo porque brilla. Y que me perdonen todos aquellos a quienes este post les parezca una obviedad: tienen toda la razón. Toa toa toa.