Trece años han pasado desde que Javier Rodríguez Marcos (Nuñomoral, Cáceres, 1970) diera a la imprenta Frágil (Hiperión) que seguía siendo, hasta la fecha, su último libro de poemas. La espera se rompe con Vida secreta (Tusquets), un volumen que recoge un buen puñado de los mejores poemas de su autor sin romper con su trayectoria anterior; un conjunto hecho a base de insistencias y reincidencias, pero sin repeticiones.
Los poemas de Javier Rodríguez Marcos, como ha dicho García Martín, nos remiten al arte povera. Sus materiales proceden tanto de la experiencia como de los anuncios de la televisión, de la reflexión tanto como del último noticiero. Reafirma esa impresión la voluntaria economía de medios. Una economía basada en la desconfianza frente a los excesos de la palabra. “Zoología”, el poema que abre el nuevo libro, es una nueva vuelta de tuerca a uno de los tópicos favoritos del autor. “Las palabras son /animales salvajes”, comienza. La paradoja es la herramienta favorita de Rodríguez Marcos. No en vano dice la cita de Robert Browning que pone al frente del libro: “Nos interesa el límite peligroso de las cosas. / El ladrón honrado, el asesino sensible, / el ateo supersticioso”.
Algunos de los mejores poemas del libro tienen que ver con los recuerdos de infancia, esa pasada en un “paraíso” que era “un lugar sin agua / caliente”. Un paraíso de gentes que “no encajaban”, en el que todo lo cambia la llegada del agua caliente, como una húmeda bendición posmoderna.
Si en algún poema anterior Rodríguez Marcos se fiaba en la fotografía para trazar un paralelo con la escritura, para reflexionar sobre el arte en general, aquí recurre a la pintura, al pintor que pinta “igual que un campesino / que dice la verdad”.
Algún poema hay que no acaba de funcionar: “Habitación 101” arriesga demasiado la falacia patética, muy en contra de lo que es habitual en su autor. “Ya lo sé, la memoria”, parece más un borrador para un poema que un poema (ese “fotoshop tonto de la melancolía” suena un tanto facilón, por ejemplo). Caídas menores que no tienen que ver con el formato del poema (“Nuestros”, que termina: “Y a veces / me pregunto si acaso / soy uno de los nuestros”, no podría ser más breve ni más efectivo) y que son reparos menores en un libro que incluye poemas como “El número dos”, uno de los mejores poemas de amor (en su calmado entusiasmo, en su celebración sosegada) de su quinta.
La espera ha valido la pena; espero que Javier Rodríguez Marcos nos la fíe menos larga para la próxima.
EL NÚMERO DOS
Dos solitarios juntos.
A veces siento que nos entendemos
(un sentimiento, nada
mental, pues fuera de estas sucias palabras
que todo lo perdonan
y lo traicionan todo; un sentimiento, algo
incrustado en la boca
del estómago, azul, igual que un ácido
sin nombre, añil, perfecto,
leve como un enigma, gris,
un elemento químico
desconocido. Me refiero a un sitio
concreto en el precario
orden de la tabla periódica
-valencia, peso atómico,
esas cosas que salen
en las enciclopedias-). Solos,
estamos solos. Juntos, ya te lo he dicho,
y solos. Quizá no pueda ser
distinto. Así, quizá esté bien
así. Quizá los que han nacido
solos no puedan ya
dejar de estarlo
nunca, vivir de otra manera.
Quizá, tal vez, quizá
esto no dure mucho (apenas, tal vez, puede
que otro millón de años;
poca cosa si piensas
en el tiempo geológico). Concedido, de acuerdo,
quizá no dure siempre. Siempre se pasa pronto
y todo es poco –menos
que poco, seamos, por una vez,
realistas- pero a ratos parece,
tal vez sólo parece,
que todo está en su sitio.