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Desarma desde las primeras páginas la honestidad con que Luis Antonio de Villena ha escrito este enunciado como el primero (de al menos tres) tomos de sus memorias, titulado El fin de los palacios de invierno (Pre-Textos). Está uno acostumbrado a que cuando cualquier personaje decide contar su vida, lo haga intentando mostrar el perfil bueno, retocando las viejas fotografías, repartiendo halagos y coces según más convenga al propio relato. Villena no lo ha hecho; y la mayor virtud de estas memorias es el hecho de que parecen hechas para él mismo, para explicarse a sí mismo más que para construirse su propio monumento. Podría ser parte del artificio, pero no lo parece. Contribuye a ello que la prosa sea tan descacharrada como casi siempre en Villena (esas frases llenas de paréntesis, guiones y todo tipo de excursos, aclaraciones y matices no siempre necesarios) y que, la verdad, más de una vez parezcan haber sido escritas sin mediar mucha reflexión previa, a impulsos de la memoria, y sin haber sido revisadas, ni siquiera por el editor; de otro modo, se hubieran cerrado paréntesis que quedan abiertos, frases que se mezclan entre sí sin que medie pausa ortográfica ni conjunción alguna. Pero, por una vez, da igual: a Villena ni siquiera le importa parecer ingenuo, porque la finalidad de este libro no es mantener ninguna impostura, sino explicarse. Dice en la página que hace las veces de prólogo, tras hacer un sucinto repaso a las vidas que pudieron ser, como actor o pintor, en China o en Deiá: “Pero me cumple decir como a la gran y desdichada Tsvietáieva: ‘Hay algo que nunca supe hacer: vivir’. Y yo, pese a tantos sucedidos, distintos, pero varios como los suyos, infelices muchas veces, felices, jubilosos algunas otras, me reitero. No puedo dejar de hacerlo: no supe vivir. Y vivo, he vivido… Cansado, a mi pesar. O radiante, los fúlgidos momentos. ¡Cuánta extrañeza!”.
Y esa infinita sensación de extrañeza es el tema fundamental de este libro. Villena enhebra recuerdos familiares y de la primera juventud, pero rara vez los agota o entra en detalle; a veces los apuntes, incluso los que hay sobre otros escritores o algunas amistades, se quedan en notas superficiales, porque en realidad no son el objetivo de este libro. Escribe en otro paso: “Vuelvo a darme cuenta ahora: era yo un pobre mendigo de sentimientos y de belleza, una suerte de injusto apestado en una sociedad bárbara y bruta. Y casi con lágrimas en los ojos, muy dentro ya de mi madurez, me percato con lástima de cómo perdí los más bellos y puros sentimientos de mi vida entre el miedo a la condena, a la expulsión, al castigo y quién sabe a qué horrores más. Aquél era un mundo donde el miedo reinaba y todo podía pasar. Mucho me robaron y vetaron, entre ello el amor, el más noble sentimiento de un ser vivo y más en su edad primera”.
Villena cuenta la historia de alguien (él mismo) obligado a crecer distinto en un mundo que condena lo diferente, que lo esconde, lo acusa. En su caso, la homosexualidad es la estrella más evidente que lleva en la solapa, pero no la única. Obligado a vivir contracorriente (¿y quién tiene toda la fuerza necesaria para hacerlo?) el protagonista de estas memorias nos relata cómo vive a escondidas su deseo y su diferencia, así como el nacimiento de una vocación literaria que compensa y acompaña. Cuenta alguna visita a algún ilustre, como Robert Graves en Deiá o el admirado Jorge Guillén, o la amistad, más frecuente, con Vicente Aleixandre. Aparecen otros personajes como Javier Lostalé, Gregorio Prieto o Luis Alberto de Cuenca, y no deja de apuntar un algo de amargura ya desgastada por cómo la amistad con este último decayó en trato amable.
Escritas a modo de viñetas, de modo que muy bien puede el lector decidir leerlas a saltos (aunque no sea lo más recomendable), abundan en recuerdos de infancia (familiares y modistas, tranvías y primeras comuniones) y terminan la noche de Reyes de 1974, con el autor-protagonista decidido a abandonar un mundo de cierta fantasía que había creado para defenderse de una realidad tan atrayente como asustadora (novietes inventados y demás) y entrar decidido en la realidad de la que había decidido formar parte.
Prosa desastrada, sí; poca exhaustividad a la hora de dibujar recuerdos que hubieran merecido mayor detalle, también; pero, sobre todo, horas de lectura emocionante gracias a la capacidad de Villena de sentir empatía por quien él mismo fue, y a la honestidad brutal con que se retrata y muestra. Todos (o casi todos) podemos reconocernos en mayor o menor medida en ese muchacho, adolescente luego, joven después, que va quemando etapas en un mundo que le resulta ajeno, que sólo se muestra cuando se esconde y que intenta aprender a vivir sin que eso resulte en ser uno más, en el sufrimiento inmenso de tener que ser como no es. Todos de una manera u otra podemos reconocernos en él, pero pocos tendríamos la valentía de afrontarlo como Villena lo hace en estas páginas. Pocas veces un libro tan descuidadamente escrito (por decirlo generosamente) habrá traído una lección de literatura (y de vida, diga lo que diga el autor) tan inolvidable.