Rima interna por Martín López-Vega

Rafael Fombellida o la búsqueda de sentido poético

28 marzo, 2016 02:00

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Rafael Fombellida[/caption] Rafael Fombellida (Torrelavega, 1959) desarrolla desde hace años una intensa labor añadida a su propia creación poética (a menudo junto a otro estupendo poeta cántabro, Carlos Alcorta) que le ha llevado a organizar jornadas, dirigir revistas, coordinar colecciones de poesía… El hecho de que esa labor haya sido en beneficio, digamos, de la propia poesía, y no de su propia autopromoción (como ocurre tantas veces), y el añadido de que esa actividad se haya llevado a cabo en “provincias” (de nuevo en favor del público local y no del eco de la capital) ha ayudado poco a difundir su obra y algo a que pudiera confundírsele con tanto benemérito promotor de la poesía poeta además pero sólo en sus ratos libres. La generosidad es una compañera traicionera en este mundillo. De todos modos, sólo podía tener tal idea quien nunca hubiera llegado a leer los poemas de Rafael Fombellida, y esos han de ser cada vez menos. Hace unos meses publicaba Fombellida el que sigue siendo hasta la fecha su último libro, Di, Realidad (Renacimiento) al que ha venido a sumarse en seguida la recopilación de su poesía casi completa, Dominio [Poesía 1989-2014], de nuevo en Renacimiento, una editorial que después de unos años de letargo parece dispuesta a reclamar de nuevo un lugar de primera línea en la edición de poesía española contemporánea. La reunión de la poesía de Fombellida incluye también este último libro, y añade un prólogo del autor que deja muy a las claras cuáles son sus fuentes y sus intenciones. “Para escribir hay que creer, creer en una voz, creer que se puede levantar un hogar nuestro”, afirma ahí, para sostener después: “Mi poesía opera por penetración de la realidad. La experiencia poética en que creo no tiene un destino cierto; en todo caso, su puerto de llegada sería ese concepto abstracto y resbaladizo que llamamos conocimiento poético. O si lo queremos menos pretencioso, sentido poético”. Si a eso añadimos su referencia a la idea rilkeana de Transformación “como capacidad del ser para integrar lo dado por el mundo exterior y transmutarlo en sustento del espíritu, en materia poética”, tendremos ya una idea bastante cercana a lo que vamos a encontrarnos en la poesía de Fombellida. Una poesía entendida, pues, casi a modo de proyecto filosófico. Lo que destaca desde la primera lectura de Di, Realidad, última y más lograda pavesa de este proyecto hasta el momento, es la construcción de una voz y de un tono; una voz serenamente meditativa, un tono que se quiere equilibrado entre la contemplación minuciosa de la realidad y la búsqueda de una verdad estrictamente poética. Copio como ejemplo el poema que abre ese libro, titulado “El desvelado”: Qué poquedad nos basta. Al pie del castañar la nieve se ha posado encima de los frutos, que parecen la seca deyección de un animal de paso. Recogemos en cuencos tres puñados de entre los esparcidos por el suelo. Huele el frío a memoria, a algodón incrustado en los oídos. Mi hijo se aproxima con un hacha y me hace señas para que le ayude. Desde el sobrado vemos la techumbre anaranjada del amanecer. Respiramos concordes e indecisos. El aire decolora su rostro, cuartea sus mejillas mientras piensa en mi vida, de la que nada sabe, de la que nada puede imaginar, salvo que no estaré por mucho tiempo bajo el celaje azafranado. Cerca, los chiquillos rebañan la ladera con sus trineos. Rompe el sol y estalla en cada ventanal con la iracundia de un ser amenazado. Qué poquedad nos basta. Un día llega intacto y en los brazos comienza la sangre a rehacerse, soñamos enlazar un existir tras otro, engaño esa abrasión de plasma en fuga. “Vendré pronto, confía”, dice el hijo que no regresará. Enciendo los halógenos del estudio, y de cuando en cuando, miro desfigurarse un nimbo cobre. Caen, o mejor, se dispersan las últimas cortinas de pigmento. No hay luna. La noche es homogénea como un derrame de petróleo. Sólo la eternidad es más profunda. Como los grandes poetas, Fombellida levanta en su poesía un territorio, un paisaje habitable, que franquea la entrada al lector para que sea él quien se instale allí a meditar, una vez que el poeta nos ha otorgado el don del ritmo del pensamiento.Se trata de un territorio que no coincide (o no tiene por qué coincidir) con la experiencia vital del poeta, que se cruza de presencias prestigiosas o no, secretas o no; es un territorio que es memoria compartida. El minucioso cincelado de su escritura, el gusto por la palabra no coloquial, sino exacta, por más que poco usada, le dan a su poesía calidad de orfebre, tan poco habitual por estos pagos. Dos peligros acechan una escritura así; la grandilocuencia, que se da aquí cuando el tema no acompaña un tono tan elevado, lo que puede llevar al fracaso por la falta de adecuación entre ambos (ocurre poco, pero es fácil evitarlo) y la monotonía. Fombellida afirma en su prólogo a Dominio haber limado su obra para darle al libro “organicidad y cohesión”. Para ello, ha dejado al margen “aquellos poemas que, de un modo u otro, por su estructura o dirección estética, disonarían en el conjunto”. Fuera queda toda su poesía de los ochenta y también el libro de haikus Montaña roja. Es una opinión, pero creo que las disonancias son parte de toda obra y no molestan, sino que subrayan los tonos principales. Una mayor variedad hubiera evitado cierta monotonía de tono que la voz potente de Fombellida no necesita para sobresalir y mostrarse como es, sólida, potente y distinta.

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