El dolor según Sara Herrera Peralta
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Sara Herrera Peralta (Jerez de la Frontera, 1980) es una de las más prolíficas autoras de las nuevas generaciones. Su nuevo libro, Hombres que cantan nanas al amanecer y comen cebolla (La bella Varsovia) hace, si las cuentas no me fallan, el décimo (y voluminoso) capítulo de su bibliografía poética. Hay quien cree que abundancia es signo de dispersión y defiende la frugalidad en poesía. T. S. Eliot, por otro lado, en un ensayo sobre Tennyson subrayaba como virtudes indispensables en un poeta la abundancia, la variedad y la competencia total. Uno, que es un poco más olímpico, piensa simplemente que cada poeta tiene su ritmo y su tiempo. Pero que una poeta publique diez libros en nueve años es un ritmo, sin duda, llamativo.
El dolor, en su sentido más amplio, el dolor propio y el ajeno, es el asunto principal del nuevo libro. Un dolor entendido como motor de la existencia, necesario, como en el poema El busto que no es busto:
La verdad es que una herida
sólo está abierta
si duele.
Pero duele, también,
la herida formada.
Un torso de barro, degollado,
fue tu escultura.
El dolor se amasa
como se amasa el pan, tan necesario.
El recorrido por el mapa de ese dolor lleva a otras geografías y sobre todo a otras circunstancias vitales, en poemas como en En Bangkok las barcas van llenas de mujeres conectadas a Facebook o Ghana. Recuerdo de la niña negra: “Lloré por ti, niña negra,/en Europa lloré por ti y me sentí egoísta y me sentí inútil”. Una cierta conciencia social recorre algunos de los poemas, como Resorts para extranjeros, pero no diría uno que esta es la veta más lograda de la poesía de Herrera Peralta. La poesía política, lo decía Pablo Neruda, es el más complicado de los géneros poéticos, y uno debe cuidarse de él hasta llegar a las puertas de la vejez, más o menos. Es muy difícil evitar las obviedades, escapar de lo manido. Acierta más la poeta cuando asume que en realidad todo poema es político, hable de política o no, pase en Uganda o en Segovia. La reivindicación de la figura de su abuela por fragmentos, por ejemplo, deja algunos de los momentos de más intensidad del libro, como por ejemplo Mi abuela me habla de la guerra y yo pienso en los escarabajos:
Tan triste y sola
pelando una patata.
Cuando mi abuela me habla de la guerra
pienso en los escarabajos,
sueño que se la comen entera por la noche
mientras duerme,
luego me comen a mí.
Mi abuela no sabe
que cuando pienso en ella
pienso también en el miedo.
Ya tampoco lee mis poemas.
Corazón que no ve, escarabajo muerto.
Mis sueños son mis epitafios.
El trabajo de un poema se reparte a medias entre la mirada (en captar la imagen poética) y el papel (ser luego capaz de desarrollarla más allá de ese primer impulso evidente). A veces da la impresión, como en El abuelo, que falta la segunda parte del trabajo. No tengo nada en contra de los libros largos pero uno debe tener en cuenta que un riesgo que todos los libros corren (el de la monotonía) crece exponencialmente con cada poema añadido. Especialmente cuando el tono elegido es tan transparente. Posiblemente sean los únicos debes de un libro al que se le podría pedir una mayor variedad de tonos y ritmos para no acabar volviéndose enseguida previsible, pero que por lo demás abunda en páginas que contienen al menos una felicidad expresiva y una pregunta con sentido. Herrera Peralta tiene abundancia de sobra, y la hondura no le falta. Su poesía es ya importante y a nada que le crezcan puntos de fuga se volverá imprescindible.