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Pocos autores han demostrado la versatilidad de Antón García (Tuña, 1960) para cambiar de tono de libro a libro. Después de su debut con un impresionista Estoiru (1984), asumió la mirada urbana de un Gabriel Ferrater en Los díes repetíos (1989) para afrontar después la reescritura de la memoria perdida de la infancia rural en Tierra adientro (2007). Apenas un año después de la publicación de su memorable novela-documental Crónica de la lluz y la solombra, su obra poética (resumida y traducida al castellano en La mirada atenta, Trea) crece con una nueva vuelta de tuerca a su tono en Ferralla (Saltadera), un único poema largo que es una reflexión sobre el primer encuentro con la muerte, todavía en la infancia, paradójicamente una lección sobre la vida:
visti qu´aportaba la muerte
col camberu d’almes
al costín
dispuesta a acarretar
recaos pa la otra oriella
Fervía’l pote
el pan sobre la mesa
lleldaba arropao
por un báramu de mosques
(nel rumor del silenciu
solo l’aire
sabe
del festín
*
La muerte es también el tema de Canal (Hiperión), último libro de Javier Fernández (Córdoba, 1971). Canal es el relato, casi en forma de informe, de la muerte del hermano del autor, tres semanas antes de cumplir los seis años. Para contar esa muerte y sus consecuencias en la familia, Fernández elige la prosa, el fragmento, y un tono desnudo, casi notarial. Dice así el fragmento “6”. “Si el maestro me preguntó por mi hermano aquel día, alguien debió mencionarle previamente lo sucedido. Quizá yo mismo se lo conté antes a otro niño. Pero de eso no me acuerdo”. Es tal la economía de medios que el relato puede conmover porque la historia es conmovedora, pero rara vez levanta el vuelo. Lo hace en el fragmento 47: “Mi hermana no puede evitar estremecerse ante la imagen de su madre frente a la tumba de Miguel. Cuenta cómo limpia la lápida con delicadeza, con fragilidad, con mucho mimo. Pasa suavemente el trapo húmedo, una y otra vez. Coloca muy despacio las flores, retrocede, mira, vuelve a colocarlas, retrocede, mira otra vez. Dice que no es una mujer limpiando una lápida, sino una madre bañando a su hijo”. Aquí sí encontramos el trabajo que uno espera de un escritor; el resto apenas pasa de redacción. No basta una historia conmovedora para conmover (cualquier familia abunda en historias tremendas). Cuando va más allá, Javier Fernández demuestra lo que diferencia al poeta de un económico contador de historias.
*
Beatriz Chivite Ezkieta (Pamplona, 1991) vive en Hong Kong y escribe en euskera. Metro (Papeles mínimos) traduce siete poemas como muestra de una obra crítica y compasiva, que entrevé la realidad cotidiana desvelando los resortes que nos mueven aunque no queramos. Dice así “El estudiante extraviado”:
Hoy es una de esas noches.
Te bajas del vagón
en la parada equivocada.
A propósito
caminas por calles vacías y frías.
Los cristales de las tiendas empañados.
Ves tu aliento.
Y en medio de la noche
buscas algo que ya
no existe.
*
Rodrigo Sancho Ferrer (Canals, Valencia, 1982) tiene una voz personal dentro del plural coro de la poesía española última, y Vaho (Rialp, premio Adonáis) es buena muestra de ello. Su poesía evita la disonancia, juega a condensar instantes y luego destilarlos en sus versos con un lirismo que abunda en imágenes que bordean lo falsamente poético para acabar sin embargo sorprendiendo sin epatar, conmoviendo sin sobresaltos. Dice así “Almerías”:
Está bien en días como este
sentirse en ese como caminar por los bajíos
constelados de moluscos translúcidos
y recordar las imponentes cárcavas
y los ecos multiplicados
que, apenas inaudibles,
son como pequeñas almas para las palabras.
Tener esa pulsión de lo imperfecto
y de la tristeza,
percibir en la desolación
el efecto de un refugio.
En la ventanilla, tu ojo recorre el paisaje
como el dedo que avanza sobre un mapa.
Late poco e imperceptible
la huella dactilar de la memoria,
pero haciendo
lo que la lluvia le hace a los desiertos.