¿Dónde está la diferencia entre un poema narrativo y una anécdota contada en renglones cortados? La pregunta, que no tiene fácil respuesta (y que muchos contestarían, probablemente, aludiendo al misterio, al talento, o demás almas de la cosa poética) es básicamente lo que viene a plantear
de los leñadores desinteresados y los finales felices.
En esta aparente contradicción que supone descreer a la vez del verso y la prosa, de la narración y del poema, está lo más logrado del libro, que
busca una voz creíble, una voz que pueda afirmar y creérselo que no está haciendo “literatura”, sino “otra cosa”. ¿Y cuál es esa otra cosa? Esencialmente nos encontramos ante un intento de entender las señales de lo cotidiano como un arúspice de la verdad; el poema es aquí la vara de un zahorí que busca, sobre todo, no engañarse, no caer en el adorno vano, no perder de vista que se quiere una poesía útil, capaz de crear sentido.
Naturalmente, un ejercicio tan extremo tiene sus riesgos, y es que hay límites que no están ni de un lado ni del otro de la economía verbal, sino del pensamiento, y poemas como “Los números pequeños” o “Mayo” están a punto de caer en lo cursi, el homenaje
pessoano “Drama em gente” resulta claramente prescindible y de un poema como “Asperger” -aunque se entiende lo que intenta- se podría esperar un poco más.
Reparos menores en un libro repleto de aciertos y que, sobre todo, acierta al lograr que se propone, lo que no siempre ocurre en libros por lo demás valiosos. Aquí sí acierta, y además nos deja poemas como “Contar con los dedos”:
Irene cuenta con los dedos.
En su cuaderno, de momento, hay tantas
sumas como restas.
De momento, son sólo números que no tienen
nada que ver con renunciar ni perder.
Claro que no sólo cuenta; ahí está la mano del poeta haciendo del común lenguaje rara fórmula matemática que consuela sin resolver nada.
¿Y aun así, fracasando -haciendo más que contar- triunfa? Claro. Cuando uno dice que va a contar, está claro que va a hacer mucho más que eso.