[caption id="attachment_1472" width="560"]
Golgona Anghel nació en Rumanía y es portuguesa. En su poesía el humor es la fuerza deconstructora de un mundo repleto de referencias históricas, literarias, políticas y biográficas. Traduzco cinco poemas del que es hasta la fecha su último libro de poemas, Como uma flor de plástico na montra de um talho (Como una flor de plástico en el escaparate de una carnicería, 2013).
ANTES MONTABA GRANDES ESCÁNDALOS,
marchaba,
abría con una revolución la primera página del Expresso.
Estaba, seguramente, habituada a grandes poemas:
Os Lusíadas, la Divina Comedia.
Pero el destino decidió por nosotros.
Tiró a Barthes
bajo las ruedas de una furgoneta de lavandería;
contaminó a Foucault con el VIH;
encerró a Althusser en un manicomio.
Está claro que Dios no es estructuralista.
Podría escribirte un haiku
para simplificar la cosa.
Recuerdo a San Agustín, por ejemplo,
el verano de 384,
a una mujer en un cuarto
con un libro
leyendo
sin conseguir articular
palabra alguna.
NUEVE AÑOS DESPUÉS DE HABER MUERTO EN BARCELONA
en la lista de espera para un trasplante de hígado
el poeta sigue siendo redescubierto
como la pródiga llegada de otros tiempos.
Aun buscando su nombre
en listas e invitaciones
llenos de solidaridad de salón
vamos perfeccionando sin querer
sentencias y cortes de pelo.
Algo envejecidos
bajo nuestros trajes de revuelta
cambiamos entretanto la historia por el panfleto.
Pasamos todos de la erudición al aforismo.
Libres de pelucas, guillotinas y caballos
tenemos un abanico de ideas para publicidades y tatuadores.
Filósofos de dictadores
acumulamos críticas y estrellas:
sin ron, sin flores y sin velas.
No hay deshecho, nadie habla.
La noche se abre en nosotros
silenciosa, como una bala.
¿DE LO QUE TE DIGO, QUÉ ENTIENDES?
He hablado de doscientos libros, de música, de fútbol,
de Nuestra Señora, de esperas y fugas,
de guerras y tetas.
Te entregué mis manos, mi cabeza,
las llaves del coche y, lo que es peor,
la imaginación, como prueba de mi ausencia.
Cada diez segundos sale una hornada de sentidos nuevos.
Lo que, dicho sea de paso,
no tiene nada de extraordinario,
pues cada de uno de nosotros posee una fábrica casera de sentido
y una despensa donde guarda las certezas junto a las conservas.
¿Pero qué porcentaje de comprensión
hay en esta sala de manicomio?
¿23%? ¿24%?
Me quedé aquí encerrada durante 350 mil horas,
tomé 630 kg de comprimidos
y gasté 17 mil euros.
Y sin embargo, estoy mal. Estoy cada vez peor.
He engordado, he perdido pelo.
Cuando por fin salí
tuve que comprarme un vestido en la tienda más cercana
para sentirme mejor.
DESPIERTO CON FORMA DE CUBITO DE HIELO.
Mi cabeza es una cúpula de cristal
en la que Mourinho decidió introducir
en el último minuto de partido
una trompeta de plástico.
En el descanso, soy llevada en un trineo
por una horda de perros.
Atravesamos Siberia.
Pierdo una sandalia por el camino.
Me quedo sin batería en el móvil.
Y en el momento preciso en que consigo,
por fin, sujetar las riendas
y encontrar un horóscopo
en el bolsillo del pijama,
deciden tocar la campanita y me quedo
minutos de un tirón intentando entender
cómo funciona la mierda del intercomunicador.
Paso el punto álgido del día agarrada a los botones
sin saber, al final, qué querían:
leer el contador del gas o la pista de la semana.
NO ME GUSTA CONTAR LOS DESASTRES EN DETALLE
pero, si quieren, puedo escribir una lista con nombres y camas.
Soy muy capaz de mojar el piececito en la historia de la barbarie,
condecorar el miedo,
cortarme la mano con la que limpio las heridas
de una civilización en decadencia.
Puedo perfectamente
ir afilando el filo de la esperanza
con la flor blanca de un cáncer.
Soy, en definitiva, ese comediante callejero
que sirve a desconocidos,
en vasos pequeños,
la medida cierta de su agonía.
Descubre sueños
donde otros sólo encuentran conejos.
Hoy, por ejemplo, al quitarse los guantes
se dio cuenta de que le faltaban dedos.