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Que un traductor de poesía debe ser un poeta es algo que está fuera de toda duda; aunque ese poeta nunca haya publicado un verso propio (piénsese en las inmejorables traducciones de poetas ingleses de Javier Marías). Traducir es, además, el mejor ejercicio posible para un poeta; desmontando un poema para volverlo a montar en un nuevo idioma es con mucho la mejor forma de estudiarlo y comprender su funcionamiento hasta en el más mínimo engranaje. El poeta norteamericano Robert Hass comienza sus cursos de escritura creativa haciendo leer a sus alumnos el ensayo de Benjamin sobre el oficio de traductor. El poeta puede permitirse el lujo de no atender a tal o cual cosa de su poema, pero el traductor no puede descuidar nada. El traductor necesita más oficio de poeta que, muchas veces, el propio poeta. Traducir mejora al poeta.
Luego, hay dos tipos de poetas traductores. De un lado, aquellos que prefieren poner en su lengua a poetas de otras nunca antes traducidos; y, de otro, quienes retraducen a clásicos ya bien conocidos con la intención de darles un aire nuevo. A este segundo grupo pertenece el poeta José Cereijo, que hace poco daba a la imprenta una selección de los poemas de Emily Dickinson traducidos al alimón con Miranda Taibo y que ahora presenta su versión de las Odas de Keats (Polibea; ellevitador.polibea.com). Lo bueno de los clásicos de otras lenguas es que piden ser traducidos de nuevo por cada generación, actualizados hasta el infinito. Y no sólo eso; admiten ser traducidos varias veces por década. Yo pensaba que después de la traducción de Keats que Lorenzo Oliván publicó hace ya unos años en Pre-Textos cualquier intentona posterior estaba condenada al fracaso. Oliván hizo cantar en español a Keats como antes sólo lo había hecho en la versión original. Y sin embargo esta nueva adaptación de José Cereijo es más que digna y tiene más de un punto de interés, aparte del de leer a Keats en la voz de uno de los poetas españoles más interesantes de ahora.
De un lado, esta edición atraerá a los estudiosos de de la traducción. Dice Cereijo que su intención no era “ninguna invención propia” sino “poder leer mejor (...) a Keats, no a mí mismo”. Pero es inevitable que escuchemos su voz, como escuchamos la de Oliván en sus traducciones. Algún día habrá que analizar en serio lo que cada traductor de un poeta muy traducido aporta a su propia versión especialmente en asuntos como el tono y la resolución de ciertos problemas formales.
De otro lado, Cereijo ha concebido su edición –y en ello insiste en el prólogo- como una reivindicación de la imaginación. Keats se lo pone en bandeja: es la personificación de tal vindicación. Las disquisiciones de Cereijo en torno a la diferencia entre sensación y pensamiento (recurriendo también a Cernuda) justificarían por sí solas el volumen y son un interesante tema de debate en un entorno poético a veces demasiado llanamente “realista”. Lo que Cereijo aborda lo resumió hace mucho Camões en unos versos célebres: “Se transforma el amante en lo que ama / por virtud del mucho imaginar”. He ahí la labor más alta del poeta: no contar lo que ve, sino ser lo que ve.
Las pertinentes notas finales completan un volumen minúsculo e importante. No sólo, ya lo he dicho, por lo que a él aporta Keats, sino por lo que con él dialoga Cereijo.