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El escritor austriaco Erich Hackl (Steyr, Austira, 1954) no es en absoluto un desconocido para el lector español bien avisado; muchos leímos con admiración libros suyos como Adiós a Sidonie (Pre-Textos, 2002) y otras narraciones suyas han ido viendo la luz en Galaxia Gutenberg o Periférica, entre otras editoriales. Lo que tal vez muchos no supieran es que es también (además, por cierto, de traductor del castellano: de Idea Vilariño o Roque Dalton, entre otros) un sobresaliente poeta. Papeles Mínimos, en otra de sus cuidadas y hermosísimas ediciones, edita ahora en castellano, en traducción de Pilar Mantilla en colaboración con Manuel Lara, Este libro es de mi madre, acompañado de un álbum de fotos que ilustra pero ilustra peor, curiosamente, que los poemas, tan reveladores de un mundo que en este caso las palabras resucitan mejor que las imágenes.
Pocas veces un título habrá expresado tan a las claras lo que vamos a encontrar en su interior. Lo que Hackl ha intentado, como confiesa en una nota final al libro, es volver al mundo de la infancia y juventud de su madre, en el Mühlviertel, una región de colinas al norte del Danubio, cerca de la frontera checa, y de ese modo “asegurarme este mundo anterior, percibirlo con su mirada, y sus palabras”. “Los cuentos no se inventan, se heredan”, afirma la cita de Edgardo Cozarinsky que abre el volumen y que sirve, de algún modo, para legitimar la pretensión del autor de ser él quien cuente una experiencia que no fue la suya, como si lo fuera.
Naturalmente, por más empeño que le ponga se tratará de una memoria mediada, pero ese es parte del encanto de un libro así. Cuanto más imposta la voz para darnos la experiencia de su madre, más escuchamos a Erich Hackl, del mismo modo que sólo cuando interrumpimos una narración ajena llegamos a alguna almendra de verdad, rompiendo el relato que está preparado para propiciar la aparición de lo inesperado.
La memoria que se nos transmite comienza por ser casi estadística: “Avena, centeno y patatas a montones. / Además remolacha. Lino. La tierra no daba para más”. Poco a poco entra la vida: la primera bicicleta, los primeros esquís, la primera moto, el primer barco... Hackl quiere ser minucioso y preciso, pero lo es de una manera que no niega lo poético, sino que lo recrea mediante un uso magistral de la enumeración. “Un panecillo costaba cinco céntimos. / Una onza de chocolate diez céntimos. / De la romería, una bolsa grande de dulces / con hojaldre de merengue y cocadas, un chelín”. Sólo un lector muy apresurado se limitaría a ver precios en esa lista.
La voz que nos habla, con todo, no es la de la madre; se trata de heredar el cuento, no de suplantarlo. “Madre leía de pie o sentada / casi siempre entre tareas, / al hacerlo movía los labios en silencio”, nos revela en otro tramo. El encanto de este libro, y de cada uno de los poemas que lo componen, es su acierto para lograr la reconstrucción de un mundo ido que vuelve a estar vivo porque se nos trae de un modo nada plano, lleno de detalles y aristas, con una ironía siempre amable y una amabilidad que no esquiva la mirada cercana y distante a la vez. Dice así uno de los poemas:
La traducción suena transparente en su recreación de un habla coloquial y popular. También la verdad se inventa, decía nuestro clásico. No hay otra opción que inventarla si queremos que sea verdad. Esta de Hackl, aunque el libro sea de su madre, está tan bien tallada, tan lograda en cada mínimo detalle que es como una muestra de ADN con la que reconstruir un mundo ya perdido. Cualquiera diría que aquel, el de su madre, no era más que el borrador de este que él ahora ha levantado en sus páginas. Exagero, claro. Pero en este mundo escrito es más fácil hacer trampas a la hora de echar las cuentas entre verdad y belleza.