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Filipa Leal (Oporto, 1979) es una de las poetas más destacas de las nuevas hornadas de escritores portugueses. Después de estudiar en Londres y Oporto se doctoró con una tesis sobre aspectos de lo cómico en la poesía de Alexandre O’Neill, Adília Lopes y Jorge de Sousa Braga. También periodista y guionista, su obra poética incluye títulos como La ciudad líquida, La inexistencia de Eva o Ven un jueves (2016), su libro más reciente, del que traduzco los poemas que siguen.
OPORTO SENTIDO
Es difícil haber estado contenta a los diecisiete
o a los veintisiete.
Es difícil haber bebido cañas, haber comido altramuces
y, con cincuenta o cien escudos, haber escogido
la música en el jukebox de la Ribeira:
aquella canción de Rui Veloso en repeat,
los amigos cansados de mi lado obsesivo,
de esta Cara A mía,
la señora de delantal sucio que decía
sale otro chorizo, o quizás ni lo dijese,
puede que la memoria guarde gente de más.
De cualquier modo, es difícil que ahora ninguno de nosotros
esté escuchando música y asando chorizos.
Yo les avisé.
Pero ellos insistieron en cambiar
de canción.
EUROPA
Apuntas al rostro sarcástico del sol de invierno
y disparas. Hace tantos meses que no llueve; ¿te has fijado?
El mismo cielo desiste de ti. E incluso así, tú disparas, sólo sabes disparar.
Te equivocas, Europa. Has envejecido mal y has perdido la humildad.
No es contra el sarcasmo contra lo que disparas, no es contra el invierno,
ni siquiera contra lo insólito, contra la desesperación.
Tú disparas contra la luz.
Puedes tirárnoslo todo a la cara, Europa: bombas, palabras, informes de cuentas.
Puedes incluso tirarnos a la cara un diputado, una cumbre.
Pero tus hijos no quieren corbatas. Tus hijos quieren paz.
Tus hijos no quieren que les des sopa. Tus hijos quieren trabajar.
Hace tantos meses que no llueve; ¿te has fijado?
La tierra está seca. Ni abrazados a la tierra conseguimos dormir.
Mientras te escribo, tú sigues haciendo cuentas, Europa.
Quién debe. Quién presta. Quién paga.
Pero tus hijos tienen hambre, tienen sueño. Tus hijos tienen miedo de la oscuridad.
Tus hijos necesitan que les canten una canción, que vayas a acostarlos.
Yo creí en ti y tú me robaste mi futuro y el de mis hermanos.
Si estamos callados, Europa, es sólo porque, contrarios a tu gesto,
nosotros no queremos disparar.
PORTUGAL
Tu Producto Interno
es Bruto.
LOCH NESS
Cuando se está enamorado, es imposible no atravesar Escocia
en busca del monstruo.
Me ocurrió en febrero, a los diecinueve años. Nevaba tanto.
Bajé la ladera a esa edad a la que es imposible amar
y no creer que el monstruo estará allí solo
a nuestra espera, esperando vernos.
Es difícil no sentir por este monstruo una cierta ternura:
tan reservado, tan delicado con los turistas, nunca se le
ha conocido monstruosidad reseñable y, convengamos,
llamarse Nessie y ser de sexo femenino lo vuelve más frágil.
Había tanta niebla, tanto frío sobre el lago gris. Nadie.
No sé si fue la prisa de volver al hotel para el vino caliente con especias,
no sé si fue el miedo, si fue algún grupo de adolescentes,
pero os aseguro que de repente comenzamos a oír, viniendo del fondo
del agua dulce una voz que repetía, lenta como si cantase:
Please, come and save me
Please, come and save me.
Yo hubiera esperado cualquier cosa de aquel viaje, lo esperaba todo de aquel amor,
todo menos oír aquello de la boca de un monstruo.
Era muy joven.
Me ocurrió después algunas veces más.
WEMBLEY PARK
Al contrario de los ingleses, yo no tenía el hábito de leer
en el metro. Acaba de llegar de una ciudad limpia y agradable
con muchos portugueses y (como mucho) tres africanos, cuatro o cinco indios,
diez chinos. Me parecía entonces que leer no era la actividad más interesante
del metro de Londres.
El hombre que se sentó frente a mí era (como mucho) inglés.
Quizás para no avergonzar a la única portuguesa del vagón, por solidaridad,
abrió la mochila y, en vez de un libro, sacó una manzana.
El hombre era enorme y traía a las espaldas una voluminosa mochila infantil.
El hombre era enorme pero tan infantil, tan generoso, tan puro a mis dieciocho años.
Primero, me preguntó que se quería darle un mordisco a su manzana.
Que no, muchas gracias.
Después, me preguntó que si quería apoyar la cabeza en su hombro.
Que no, muchas gracias.
A continuación, se levantó con esa gentileza propia de las capitales y, quizás porque yo insistía en no leer,
quizás porque yo era la única que le miraba, me extendió la mano
como para despedirse y, agarrándola, comenzó a empujarme hacia la puerta
mientras decía en voz baja y (como mucho) perversa:
Ven comigo, que te pago
Ven conmigo, que te pago
Ven conmigo, que te pago
No grité. Me dio vergüenza gritar. Me dio vergüenza que fuese malo.
El hombre, agarrado aún a mi mano, iba mirando hacia mí y hacia la puerta abierta
como quien decidía si llevarme o dejarme estar.
Que no, muchas gracias
Que no, muchas gracias
Que no, muchas gracias
Las personas, incluso las buenas, se repiten tanto.