La noche del sábado 5 de octubre sufrí una de esas sesiones de humillación con las que disfruta tanto la élite cultural. Angélica Liddell inauguró el Festival de Otoño con su último espectáculo, Todo el cielo sobre la tierra. El síndrome de Wendy, y comprobé cómo el público tuvo nueva ocasión para sentirse aristocrático, superior, menos vulgar, mientras reía los insultos de Liddell. Como de costumbre, la artista se despachó con una retahíla de burradas moralmente ofensivas y todavía me pregunto qué fue lo que hizo tanta gracia a los espectadores.
El montaje, de dos horas y media, constaba de dos partes que pueden funcionar como dos espectáculos autónomos. En la primera, la autora, actriz y directora intenta una dramaturgia en torno a la corrupción de la inocencia plagada de variedades musicales interculturales, con momentos bellos, pero inconexos. Le sobran algunos valses y varios cocodrilos disecados. Y da para que veamos sus bragas de lentejuelas, muy chics, que enseña nada más empezar mientras se folla un montículo de arena; también da para que oigamos a la actriz Jenny Kaats interpretando una bellísima canción folk en sueco, creo. Liddell busca establecer un paralelismo entre Utoya (la isla noruega donde un asesino terminó con la vida de casi 80 jóvenes) y Nunca Jamás de Peter Pan, quiere hablar de la pérdida de la juventud y del paso del tiempo (Esplendor en la hierba, referencia constante) a partir de la idea de una isla poblada de jóvenes y vírgenes, en edad de vivir el amor carnal, único y verdadero amor en su opinión.
En realidad, el argumento da igual. Ella misma se da cuenta del fiasco de la primera parte y cogiendo el toro por los cuernos, o sea, agarrando el micrófono, se quita el vestido de Wendy y, en su estilo punk más reconocible, se larga un discurso de más de una hora en el que dinamita los presupuestos básicos de la civilización humana: el amor al prójimo, el sentimiento de piedad hacia los débiles y, muy en especial, la perpetuación de la especie que las madres aseguran con su amor, y que ella denomina irónicamente “suplemento de dignidad”. De su vehemente discurso no salva a nadie, ni siquiera a sus padres.
Su larga y cansina confesión me recuerda dos tipos de espectáculos. Por un lado, las barracas de feria de circo con sus freaks, como la mujer barbuda o el hombre elefante. Angélica no es una freak física, sino psíquica. Ella misma se reconoce como un monstruo, se declara incapaz para relacionarse con otras personas, sólo con depravados con los que contacta por internet en la soledad de sus noches. ¡Morbo añadido! Con este ritual de exhibicionismo, que según ha declarado en entrevistas le sirve de terapia, el respetable confirma que habla “desde su verdad” de tarada, estableciendo una distancia con ella que le permite engullir mejor sus improperios.
[caption id="attachment_197" width="450"] Angélica Liddell en un momento de la actuación[/caption]
La otra técnica que usa es la de “épater le bourgois”, o sea, decir barbaridades para impresionar al público. Sin embargo, ella lo hace con cinturón de seguridad y airbag y en ambientes protegidos, porque es la típica artista que vive en y de los circuitos subvencionados. Ha sido admitida con fervor por las instancias académicas, por los festivales más prestigiosos, por las revistas de moda… a pesar de que, como ya he dicho, tiene aversión a relacionarse socialmente (¡qué paradoja que se dedique al teatro, un arte colectivo!). Quiero decir que Liddell, en realidad, no encuentra oposición, su discurso entra dentro del discurso del tinglado burocrático-cultural y lo que resulta herético es precisamente ir contra ella. Ya me gustaría verla programada en teatros no oficiales.
El juego de Lidell es antiguo: mostrar el lado salvaje, feo, violento, monstruoso, depravado del hombre. Umberto Eco, en Historia de la Fealdad, repasa la larga lista de artistas que a lo largo de la Historia han seguido por esta senda. En este sentido, Francia ha dado para mucho, tiene extraordinarios precedentes (Sade, Lautremont, Artaud, Baudelaire…) y quizá ello explique que Liddell sea una de las artistas más veneradas del megatinglado escénico galo, con Aviñón à la tête (este año este espectáculo inauguró el Festival).
La noche del 5 de octubre tuve la sensación de haberme equivocado de mitin y me quedé con ganas de abuchearla, pero temí que la abucheada fuera yo. Por eso creo que ya que el público no se manifiesta más que con el aplauso, una artista como ella debería plantearse introducir en el escenario un contrapunto a su verborrea. Nos lo pasaríamos mejor y habría algo más de teatro y menos de sermón.