¿Por qué el crítico de teatro no aplaude?
El pasado fin de semana un buen número de informadores y críticos de teatro que trabajan en medios madrileños coincidimos en el Festival de Almagro, invitados por Universidad Internacional de La Rioja (Unir), para debatir sobre varios asuntos en el IV Encuentro de Crítica Teatral. Y entre las sesudas discusiones que mantuvimos tuve la ocasión de preguntar a los reunidos sobre si eran fieles a la costumbre que se da entre los críticos de no aplaudir en los estrenos o representaciones.
No sé muy bien de cuándo arranca esta costumbre de negar el aplauso a los artistas, que he visto también en críticos de otras áreas como la música y la danza. Creo que es relativamente reciente, o sea, de mediados del siglo XX. Y me aventuro a pensar que está relacionada con la consolidación de las empresas de información, que permite una mayor independencia económica e ideológica a los críticos. Hasta entonces, la crítica la habían venido desempeñando literatos o autores, muchos de ellos con intereses en el mundo cultural y del espectáculo.
El prestigio de los críticos teatrales, al menos en nuestro país, corre paralelo al boom de la prensa escrita de mediados de siglo pasado: Alfredo Marquerie en Pueblo y ABC, Joan de Sagarra en El Correo Catalán, José Monleón en Triunfo, Enrique Llovet en ABC… En la década de los 50 y los 60, los artistas, la noche del estreno, esperaban ansiosos hasta la madrugada a que los periódicos todavía con la tinta fresca publicaran el veredicto del crítico; la crítica entonces tenía una gran influencia en animar o disuadir al público y entre los profesionales. Por ello, era importante que el comportamiento del crítico en el patio de butacas no anticipara el contenido de su artículo, podría perderse el misterio.
He intentado rastrear algo de bibliografía sobre este asunto, pero sin éxito. Ignacio García Garzón, actual crítico de ABC, me explicó que su maestro, Lorenzo López Sancho (que fue crítico del diario monárquico desde 1966 hasta su muerte), negaba el aplauso y tenía sus razones para ello. “Yo aprendí de López Sancho, de quien he aprendido casi todo sobre este género, que el crítico da su aplauso por escrito. No tiene sentido aplaudir un espectáculo y después hacer una mala crítica sobre él. Por eso yo también me inhibo”, me explicó García Garzón.
En sus memorias Tan lejos, tan cerca, Adolfo Marsillach critica esta manía y en especial a Eduardo Haro Tecglen, crítico de El País desde su fundación y a quien le unía una amistad que se verá truncada precisamente por las malas reseñas del periodista hacia su labor en la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC). A Marsillach le disgustaba la actitud del periodista de estar por encima del bien y del mal, cuando este era su confidente, cenaba casi todas las noches con él y lo tenía informado de los obstáculos y esfuerzos que encontraba en su labor de poner en marcha la citada Compañía.
Esta manía no es más que un reflejo de las complejas relaciones que se dan entre la crítica y los artistas. El crítico de El Mundo, Javier Villán, tiene claro que el crítico debe tener relaciones medidas con los artistas. Él se inhibe de aplaudir: “A veces, si aplaudo, es porque me ha entusiasmado. En general, suelo ir a los estrenos, y allí se da un aplauso de pura cortesía en muchos casos, y a mí me parece falso unirme a eso. En realidad, lo que yo estoy tratando es de restablecer el pateo”. Otra razón que me dio en una ocasión el director José Luis Gómez es que el crítico necesita tiempo para reflexionar un diagnóstico del espectáculo que ha visto y ofrecer así una crítica meditada y no sólo argumentada bajo la razón del gusto.
Hoy el contexto del crítico de teatro ha cambiado tanto como el valor que se le da a sus reseñas. Los críticos más jóvenes se han deshecho de este hábito, como Raúl Losánez, de La Razón, que no siente que aplaudir en un espectáculo sea vinculante a lo que luego verterá en su artículo. De manera parecida piensa el crítico de la Universidad Carlos III, Eduardo Pérez-Rasilla: “La actitud de no aplaudir por sistema, como si el aplaudir supusiera renunciar a la independencia del juicio, me parece pretenciosa y pedante. Creo que el aplauso reconoce un trabajo y un esfuerzo, con independencia de que uno pueda discrepar de los resultados”.
Es evidente que este tic profesional ha contribuido a darle identidad al oficio de crítico, pero también un aura de sacralidad que se ve reforzada con una observación que me hizo el autor Borja Ortíz de Gondra: “La negativa al aplauso del crítico está vinculada a la consigna que durante un tiempo atrás se impuso entre los artistas del teatro de que no podíamos preguntarle sobre su impresión a la salida de un estreno”.
Este asunto también fue discutido en nuestra reunión almagreña: ¿Hasta qué punto es conveniente que los críticos pregunten y se informen con los artistas implicados en un espectáculo del que luego van a escribir? A mí me parece natural e, incluso, enriquecedor, otros lo vieron negativo y perjudicial. Pero esa es otra historia para otro blog.