[caption id="attachment_1527" width="560"] Eduard Fernández, Marina Salas y Mercé Pons en un momento de Panorama desde le puente[/caption]
Extraño y chocante este Panorama desde el puente, el montaje que protagoniza Eduard Fernández, dirigido por el galo Georges Lavaudant y todavía en cartel en los Teatros del Canal y con las entradas agotadas. Esta extrañeza no me la ha causado el trabajo de los actores, ni el tema, ni la versión, sino la estética del espectáculo, estilo carcelario y no muy de mi agrado, y cuya elección todavía no consigo comprender. Es como si el diseño escénico hubiera sido hecho para un texto distinto del que se está representando en escena, como si la partitura visual discurriera por un derrotero alejado del texto.
En una obra de teatro intervienen tantos elementos que no es tan fácil que el fondo y la forma encajen. En el teatro se parte habitualmente de un texto, se cuenta con unos actores, y al director de escena le corresponde decidir cómo va a servir visualmente la obra, en qué código interpretativo y estético, lógicamente con ayuda de su equipo artístico. Nada es gratuito en el teatro, los mimbres se eligen atendiendo a la interpretación que se hace del texto, pero también a criterios ideológicos y estéticos, y lógicamente condicionados por la dimensión económica de la producción.
Georges Lavaudant es un director muy respetado por los actores. Suele trabajar con bastante continuidad en Barcelona, y ha estrenado en Madrid un buen número de espectáculos (Cyrano de Bergerac, Play Strindberg, Hay que purgar a Totó…). Su gusto estético es sobrio, muy visual, para que destaque el trabajo del intérprete. Pero no sé a dónde quiere llevarnos Lavaudant al presentarnos la obra de Arthur Miller en una especie de zulo gris, amueblado únicamente con unos modernos sillones color pastel rescatados que bien podría ser de La casa de las sillas.
Opta por reproducir con una iluminación tenebrosa el barrio portuario de Brooklyn, donde se ambienta la obra, y de sugerirnos los edificios neoyorquinos con unas efectivas imágenes que se proyectan sobre la escenografía. Bien hasta ahí. Luego aparece el piso donde vive Eddie Carbone, su mujer Beatriz y la joven Catherine, y donde serán acogidos los inmigrantes italianos. Suponemos que se trata de una estancia humilde. La de Lavaudant es un cubículo de muros grises y opresivos, sólo amueblado con tres o cuatros sillas y sillones al estilo ya descrito. Es obvio que el director huye como de la rabia de reproducir un ambiente naturalista de la obra, (el que yo al menos retengo de la película de Sidney Lumet). Intuyo, quizá me equivoque, que su objetivo es trascender la tragedia de Miller de un lugar y una época concreto, para subrayar el drama de los personajes.
La escenografía, original de Jean-Pierre Vergier, nos va sugiriendo distintas escenas, con dispositivos simples que van desplegando el comedor, un dormitorio, o la calle. El mejor set, para mi gusto, es el que proyecta la sombra de uno de los pilares del puente de Brooklyn y desde el que casi siempre nos habla el abogado Alfieri (Francesc Albiol), que actúa como narrador de los hechos que se cuentan, y que causa sorpresa al inicio de la obra por su forma directa de dirigirse al público.
Arthur Miller estrenó esta pieza en 1955 y fue su segundo Premio Pulitzer. Tiene a la inmigración como telón de fondo, pero lo que cuenta la obra es, sobre todo, la historia de una delación. Carbone es Eduard Fernández, un estibador del puerto de origen italiano, tipo tosco y primitivo que ha criado con su mujer (Mercé Pons) a una sobrina que quedó huérfana (Marina Salas). Ahora que la joven se ha convertido en una bonita muchacha, Carbone siente por ella algo más que un amor paternofilial, lo que le conducirá hacia la degradación moral y a un trágico destino, llevándose por delante la posibilidad de una vida mejor.
Estamos pues ante un gran drama, una tragedia humana, con un crescendo bien trazado. Pero esta ambientación, en mi caso, me indispuso desde el inicio con los actores, a los que a veces veía como autómatas de un teatrito. El elenco me pareció irregular, descoordinado. Destaco a los veteranos: Mercé Pons, aparentemente un personaje secundario, pero que se mantiene durante toda la obra como una mujer auténtica y creíble en su papel, presencia tímida que sin embargo se impone en los momentos clave; y a Eduard Fernández, que ofrece una composición de Carbone-chulesca, incluso cínica y graciosa para el destino trágico hacia el que camina-, logra momentos potentes, como cuando es reconocido como delator. Por otro lado, la versión (de Joan Sellent) me resultó coloquial y excesivamente actualizada, sensación que quizá procede de que es una traducción del catalán.
Creo que este Panorama no consigue cristalizar el trabajo de los intérpretes, pero tiene un interés, especialmente para los estudiosos del teatro: experimenta con un texto ya clásico. Intenta “leer” la obra de Miller desde una perspectiva contraria o alejada del estilo en el que fue escrito o del que hasta ahora nos ha sido presentado. Más que de actualizar, hay un intento de trascender la obra, al estilo de lo que algunos directores hacen con las tragedias griegas.