Gran convocatoria el pasado martes en el Teatro Pavón para el estreno de Ensayo, escrita y dirigida por el francés Pascal Rambert, y protagonizada por un cuarteto con Fernanda Orazi, Jesús Noguero, María Morales e Israel Elejalde. Me temía que Rambert, del que ya había visto La clausura del amor, me sometería a un pestiño sin acción largo y pretencioso. Desafortunadamente, mis previsiones se cumplieron.

Estupendo elenco y una buena producción, ¿qué falla entonces? En Ensayo vemos a cuatro personajes de una compañía de teatro que tras 20 años juntos viven un momento crítico de desunión, y asistimos a la “confesión” de cada miembro durante uno de sus ensayos. El autor y director repite el mismo concepto dramatúrgico que en La clausura del amor: los personajes no interactúan, monologan, y se supone que viven tan auténticamente la ficción que representan (se llaman igual que los actores y también se dedican al mismo oficio) que los límites con la realidad se difuminan. Pero no nos llevemos a engaño: aquí hay ficción, hay personajes, hay teatro, eso sí, aburrido. Lo que no hay es drama en el sentido clásico, acciones, no hay historias que contar.

Rambert dice que él no escribe historias, “que escribe para cuerpos y voces”. No sé con exactitud qué quiere decir, pero barrunto que es feligrés de las corriente teatrales llamadas posdramática y autoficción, de moda en ciertas élites del cotarro teatral europeo desde los 70, y especialmente galas, tan proclives a las vanguardias. A grandes rasgos es un teatro que rompe con la forma clásica de los géneros literarios, deconstruye el relato para que sea el público el que, como si fuera un puzzle, los ordene (una teoría genial que permite que el autor ni se moleste en ofrecer una narración ordenada). Por otro lado, el autor hace de sus experiencias vitales el argumento, borrando los límites de lo que es realidad y ficción, interesándose más por el proceso teatral que por el resultado.

Pienso que es un tipo de teatro que, como otras manifestaciones del arte actual, no se sostiene por sí mismo, pues requiere que el autor nos explique la obra y desarrolle una teoría que dé que hablar. En esta ocasión, Rambert ha dado explicaciones en entrevistas, pero con un lenguaje críptico que me deja con los ojos haciendo chiribitas: “Este fracaso del todo dentro del todo se parece a mis convicciones sobre la realidad, el mundo y la vida.…”, “Mi trabajo consiste en escribir para voces y cuerpos, no personajes. Les escucho, les veo. Es algo concreto. Son estos seres humanos, no son personajes de papel o de teatro”, en entrevista a Joelle Gayot.

Despreciar las formas tradicionales dramáticas puede ser un signo de renovación, pero siempre y cuando tenga interés lo que se cuenta. La idea de cuatro actores defendiendo cuatro textos puede funcionar. Pero a mí los textos de Rambert no me cautivan: se mueven en el ensayo filosófico-artístico-personal, refieren optimistas y amorosas visiones en torno al género humano, inciden de manera obsesiva en la relación del lenguaje y los hechos; hacen valoraciones sobre el arte... Largos circunloquios para hablar del amor y la amistad que se rompe.

El autor asigna un tono distinto a cada uno de los monólogos. Fernanda Orazi larga su texto durante más de media hora. Habla como una estructuralista de la Universidad de Massachussets: que si la crisis de la “estructura”, la relación entre la palabra y los actos, el detonante que nos lleva a la verdad... Y no entiendo por qué está cabreada, ¿cuál es su conflicto? Al fin me entero de que ha descubierto una deslealtad en su pareja. Orazi actúa con un extremado manierismo que su acento argentino subraya.

María Morales es la segunda en tomar la palabra, su texto es más terrenal, orgánico, anecdótico, y se luce. Habla de sus ganas de amor y de sexo y explica a su pareja y a su amante (Israel y Jesús) que puede amarlos a los dos a la vez; incluso les señala lo que le satisface sexualmente de cada uno, detallito très français. Luego, le toca el turno a Jesús Noguero, el autor de la compañía, escribe una obra sobre Stalin, adopta un tono más cínico, anda también bastante crispado, pero su energía es caudalosa, habla de amistad.

Y llega Israel. Su presencia y su voz captan la atención del público con gran inmediatez, tiene un oficio indudable. Su mensaje toma una deriva política. En un repentino y efectista ataque de ira se pone a tirar libros, platos y vasos, que han permanecido ordenados durante toda la función al fondo del escenario como decoración del local de ensayo de la compañía. Hay también un microondas entre estos objetos. No sé si el resto del público estuvo pendiente de este detalle, de qué haría con el microondas, pero cuando no lo lanzó al suelo, sufrí una gran decepción. La realidad es que uno no puede estar tirando microondas todas las noches al suelo del escenario del Pavón, valen su pasta y téngase en cuenta que son un teatro privado.

Poco después dijo: “La verdad hay que buscarla en la ficción”. O sea, la verdad es lo que yo me invento, lo que yo quiero que sea real. El profeta de la posverdad remató con una arenga final dirigida a la juventud, al estilo de vivid vuestros sueños, volad como Peter Pan, la realidad es la que vosotros queréis que sea, bla, bla, bla, bla, bla…