[caption id="attachment_2010" width="560"] Escena de Lehman Trilogy. Foto: Pepe H.[/caption]
“La propiedad privada constituye un robo y el comercio es su instrumento”, esta idea que impulsó al filósofo Antonio Escohotado el inicio de su magna investigación Los enemigos del comercio creo yo que serviría para subtitular la versión que Sergio Peris Mencheta ofrece de Lehman Trilogy, texto original del italiano Stephano Massini recién estrenado en los Teatros del Canal. Un cuento épico presentado en clave musical, excesivamente largo (dura más de tres horas), que pretende instruirnos sobre la evolución de la economía estadounidense hasta la crisis financiera de 2008.
Lehman Trilogy es de esa clase de espectáculos que sorprendentemente provocan juicios ambivalentes sobre la ideología que destila. Algunas críticas de colegas que se han anticipado señalan que es demasiado complaciente con el capitalismo porque los protagonistas de esta historia, los hermanos Lehman y sus descendientes, se presentan como tipos admirables, emprendedores fabulosos.
Mi opinión es justamente la contraria: lo que Peris Mencheta nos ofrece es una parodia sobre el comercio, una caricatura del capitalismo a través de unos personajes mecanizados que solo se interesan por el enriquecimiento individual y el beneficio oportunista ya sea a costa de la guerra, la especulación inmobiliaria o lo que se tercie; y también una caricatura de la habilidad para los negocios de los judíos (los Lehman lo son) que, con una menor ferocidad, me trae el recuerdo de las habituales que se publicaban en Alemania en el periodo de entreguerras.
La obra narra la historia de la familia Lehman a lo largo de 170 años, desde que tres hermanos judíos procedentes de Alemania pisan Nueva York en 1840, y crean en Alabama un pequeño negocio de venta de tejidos, hasta 2008, cuando la firma se va a pique a consecuencia de la crisis económica global. Tres generaciones de Lehman corren paralelas a las transformaciones operadas en la economía estadounidense: los Lehman pasan de humildes tenderos a vendedores intermediarios monopolistas del algodón de las plantaciones de los estados sudistas, luego de café y del ferrocarril; el negocio se convierte en un banco; y en 1969 muere el último Lehman y es comprado por agentes externos que hacen de él una firma de servicios financieros.
Da la impresión de que el texto es susceptible de ser interpretado en varias direcciones. Su primera representación fue en 2013 en Francia, por Arnaud Meunier. Dos años después la dirigió en Milán Luca Ronconi (de quien el autor fue ayudante de dirección) y fue su último trabajo escénico. El pasado mes de julio Sam Mendes la estrenó en Londres, en versión de poema épico y solo para tres actores (con Simon Russell Beale) que interpretan a los hermanos fundadores, pero también dan voz a los numerosos personajes de la obra.
La apuesta de Peris Mencheta ha sido hacer un musical sin gran instrumentación. El relato se encuadra más o menos en los ritos religiosos y costumbres judías, que Massini conoce bien desde niño. Este aspecto desde el punto de vista musical es una gran baza y así lo ha visto el cuarteto que firma la música (Litus Ruiz, Xenia Reguant, Ferrán González y Marta Solaz), que ha ideado una partitura integrada por canciones judías, pero también rhythm and blues, espirituales negros e incluso unas geniales imitaciones de Bod Dylan (Blowing in the wind) y de Los Beatles.
El espectáculo se divide en tres partes y tiene dos descansos. Cuando arranca, el pulso de la dirección es firme, Peris Mencheta sabe mover a los actores y jugar al ilusionismo que le proporciona la escenografía, las transiciones de las escenas son naturales, con un gran uso de la sugestión pasamos en un suspiro de un muelle de Nueva York a una tienda de tejidos en Alabama. Y cuando llega el primer número musical, suena estupendamente, sobre todo porque hay un cantante-actor con una bonita, ¡qué digo!, fabulosa voz, Litus Ruiz.
Pero esta obra no tiene apenas diálogos, es un relato ilustrado que nos van contando sus protagonistas, y aunque los números musicales, la comicidad y los juegos escénicos amenizan, la fórmula termina siendo cansina. A partir del segundo descanso se hacen notar las deserciones entre el público; los del escenario han entrado en bucle con lo de la ambición por el dinero y la riqueza. Estas deseando llegar a la crisis de 2008, pero andamos todavía por los años 60 del siglo XX.
Los actores lo dan todo: actúan, bailan… y, algunos con mejor voz que otros, cantan. Litus Ruiz, Leo Rivera y Pepe Llorente son los tres hermanos fundadores, mientras Victor Clavijo y Darío Paso interpretan a sus sucesores. Todos se multiplican en numerosos personajes, también en los femeninos siguiendo la tradición del teatro isabelino. Y el registro paródico lo han pillado bien.
Sergio Peris Mencheta y su productora Barco Pirata se han lanzado a una empresa arriesgada al producir este espectáculo. La producción no escatima en medios, tiene buena factura: la escenografía de gran formato (original de Curt Allen Wilmer) reproduce un andamiaje que recuerda la pista de un circo y actúa como el mecanismo de un ilusionista, del que surgen artilugios que sirven a los actores para recrear las distintas escenas; la iluminación (obra de Juan Gómez Cornejo) tiene un tono sepia, cálido, que recuerda las fotografías antiguas; y el vestuario de Elda Noriega está en consonancia, basado en el uso del traje de caballero y el sombrero a lo largo de siglo y medio.