[caption id="attachment_2063" width="560"] Un momento de la obra Un bar bajo la arena[/caption]
¡Qué excelente idea la de celebrar el 40 aniversario del Centro Dramático Nacional con la divertida obra de título de resonancias lorquianas Un bar bajo la arena! Tomando como escenario el mítico bar que había en el sótano del Teatro María Guerrero, la obra de José Ramón Fernández es un divertido brindis por la familia teatral española que lo habitó durante los último 60 años. Una declaración de amor a nuestros artistas que recuerda sus hazañas.
La sala Princesa en el María Guerrero, que es donde tiene lugar la representación, ocupa hoy lo que fue el legendario bar. Y de entrada ya sorprende, al menos para los que lo conocimos, la fidelidad de la reconstrucción escenográfica de Mónica Boromello, escalas espaciales aparte. En aquel bar, como ya se dice al comienzo de la pieza, los actores y los técnicos acudían después de la función, o en los intervalos, y hasta allí iban también los aspirantes, en busca de un fortuito encuentro con un director que les diera una oportunidad en este oficio.
Uno de los aspectos que más divierte a la gente del teatro es contar anécdotas; y los que andamos en sus cercanías disfrutamos también mucho oyéndolas, pues además de chistosas las más de las veces, componen un relato en el que el personaje real adquiere la máscara de personaje ficticio y alcanza así categoría de leyenda. Esta obra funciona como un anecdotario viviente.
La obra juega también con ese reflejo pirandelliano de realidad y ficción, y al hacer memoria de aquellos actores nos lleva por un mundo onírico, -por un Mariguerri (como era conocido el Teatro María Guerrero) poblado de fantasmas-, en el que los actores se aparecen en la forma de los personajes que representaron y les dieron fama o éxito. Como dice su autor, “la memoria… habita un territorio muy cercano al país de los sueños… en un mundo de sueños no se distingue con claridad quién es persona y quién es personaje”. Un planteamiento muy muy teatral.
El texto ha sido dirigido por Ernesto Caballero, que ha reunido un elenco de trece actores que es el que hace crecer este homenaje a las figuras de nuestro teatro. Pepe Viyuela en su personaje de aficionado sentimental y fantaseador es la columna vertebral de esta historia junto con Janfri Topera, el barman, buen conocedor de los hábitos y manías de cada intérprete, y artífice de los célebres bocadillos de anchoas con queso que tanta hambre saciaron desde aquella barra. Los dos están soberbios, muy bien caracterizados. Viyuela se desdobla luego en Adolfo Marsillach. Y Topera en un Goya que hizo Manuel de Blas.
Aurora Redondo, Berta Riaza, María Asquerino, Julia Gutiérrez-Caba, Nuria Espert… son personificadas con gracia y carácter. Ione Irazabal se merienda con detalle a la Riaza, siempre en su papel de gran trágica, y a la guapa y seductora María Asquerino. Isabel Dimas ofrece también dos momentos estelares: la graciosa Aurora Redondo comiendo antes de la función, y Nuria Espert en un triste encuentro con el director argentino Victor García, poco antes de su muerte. Y Carmen Gutiérrez personifica a Irene Gutiérrez Caba como Liuba en El jardín de los cerezos, lo que aprovecha para hablar de lo bien que Chéjov retrata la vida, pero también hace de la popular periodista Rosana Torres, con una simpática y negra historia rescatada de Ronda del café Gijón, de Marcos Ordóñez (editorial Bolchiro).
El carrusel de personajes y actores es largo y es evidente que el autor ha fijado en él sus recuerdos de representaciones teatrales que le dejaron huella, así como sus amistades y filias artísticas. Desfilan Lluís Pasqual y la arena azul de El Público y otros personajes que surgieron de aquel mítico montaje como el Pastor Bobo (magnífico Francisco Pacheco imitando a Juan Echanove, que le dio vida entonces) o la Julieta; los hermanos gemelos de Wiepole Wiepole de Tadeus Kantor, José Pedro Carrión en sus múltiples personajes, Pepe en recuerdo de Un marido de ida y vuelta de Mihura, el gran Juan José Otegui, Manuel de Blas como Goya….
Esta pieza es una declaración de amor en toda regla a los artistas de teatro. Para la gente de la farándula y los que andamos en sus inmediaciones muchas de estas historias nos resultan familiares, y encontramos divertido reconocer de quién están hablando. De lo único que dudo es de cómo lo verá un público más desafecto.
Coda:
[caption id="attachment_2064" width="560"] Raymund Hoghe en Lettere amorose[/caption]
24 de octubre, Teatros del Canal de Madrid.
La peculiaridad física de Raymund Hoghe despierta en el espectador un morboso interés. Pero una vez saciada la curiosidad, nos olvidamos de su joroba embutida en una rigurosa chaqueta negra abotonada hasta el cuello, y atendemos su ¿danza?, sus ¿juegos?, sus ¿intervenciones? no exentas de misterio. No sé bien cómo llamar a Raymund Hoghe: no me parece un bailarín, llamarlo coreógrafo me resulta excesivo, creo que es un habitante del espacio escénico, eso es lo que hace en Lettere amorose: ocupa y distribuye su menudo cuerpecito siguiendo tablas de movimientos repetitivos y dibujando geometrías en el espacio mientras oímos una exquisita selección musical con gran protagonismo de Jacques Brel, pero en la que también aparecen Monteverdi o Melina Mercuri. Lee poéticas cartas que hablan de guerra, de gente que huye y pide asilo, de corazones abandonados, de inmigrantes turcos… A caballo entre el recital de poesía y la oración de un sacerdote zen. Estupenda la entrevista con el artista que publica el programa de mano de los Teatros del Canal.