Ernesto Caballero ha elegido El jardín de los cerezos para despedirse del Centro Dramático Nacional después de ocho años como director. Y aunque es más que probable que veamos en la próxima temporada un nuevo montaje suyo, ya que la programación como es natural se la deja cerrada a su sustituto, este Chéjov no pasará como uno de sus mejores trabajos, aunque sí contiene algunos destellos interpretativos.
Curiosa la manera que tiene el director de emplear el programa de mano para enfrentar las críticas negativas que puedan llegarle por romper con el canon en la manera de escenificar al autor ruso. No seré yo quien diga que “esto no es un Chéjov” porque haya optado por huir del naturalismo, pero sí que esta puesta en escena camina sin rumbo y, en ocasiones, aburre.
Hace tiempo que he dejado de pensar en el samovar y los trajes de época a la sola mención de Chéjov, por Madrid han pasado producciones de muy distintos estilos que todavía recuerdo: he visto Tres hermanas en versiones muy diferentes, desde la extraordinaria síntesis de Veronese en Un hombre que se ahoga a la magnífica, experimental y profundamente emocionante E se elas fossem para Moscou? de Christiane Jatahy, o la más canónica por naturalista del maestro ruso Fomenko. Recuerdo también El jardín de los cerezos de Sam Mendes a favor de un planteamiento de comedia isabelina, poética y cómica, o el Vania de Rigola, despojado y directo a la médula de los conflictos humanos.
Caballero rompe con el canon alineándose con una especie de “deconstructivismo” estético para intentar subrayar lo que hay de comedia en esta pieza. Y lo que nos ofrece es una suerte de carnaval de personajes, vestidos con un raro criterio, inspirados en los originales pero cada uno de su padre y de su madre y con una evidente falta de armonía: una criada suramericana que aspira a salir de la servidumbre, una institutriz excéntrica y vampiresa amiga de espiritismos, un contable que es un clown, un oportunista alocado seducido por el lujo parisino…, conforman una corte atarantada que arropa a la familia aristócrata arruinada, configurada por los hermanos Andreyevna (Carmen Machi) y Gayev (Secun de la Rosa), y las hijas de la primera, Varya (Miranda Gas) y Anya (Isabel Mandolell), que sí están en tono dramático al igual que el comerciante Lopahim.
Si ya el escenario del Valle-Inclán dificulta la recreación de escenas más recogidas, aquí la escenografía potencia su amplitud. Y no será por recursos escenográficos -maquetas, proyecciones de vídeo, plataforma que gira y se divide…-. Esta amplitud se acentúa, por si fuera poco, sacando a los actores incluso del escenario hacia el patio de butacas.
Afortunadamente hay buenos trabajos interpretativos. En el elenco figura Carmen Machi como Andreyevna, brillante, ella casi nunca decepciona, con un aire parisino años 70, tierna, amorosa y despreocupada por lo material; magnífica Miranda Gas en uno de los personajes más tristes de toda esta historia, la hija mayor de Andreyevna, Varya, a la que le gustaría vincular su destino al de Lopahim; a este último da vida Nelson Dante, acento argentino, aire de gañán ambicioso, eficaz en representarnos el ascenso de los comerciantes. Y excelente el trabajo de Isabel Dimas transformada como el viejo sirviente Firs, con el que se cierra la obra en un triste y revelador final, metáfora de que los tiempos cambian, unos escalan puestos en la sociedad, otros se arruinan adaptándose como pueden a los cambios. Y todos olvidan al viejo lacayo feudal que entregó su vida a la familia aristócrata, resistiéndose a ver talado el jardín, porque él es un hombre de otra época y ahora un completo inadaptado.