La recuperación de un título clave de nuestro repertorio como Tres sombreros de copa de Miguel Mihura en el Centro Dramático Nacional recuerda en estos tiempos explícitos que existe el humor blanco, el que no se ríe de nadie, que ni es sátira ni burla, pues su propósito es el chiste inesperado, fantasioso y absurdo. Comicidad candorosa, sentimental y extravagante, hoy fuera de circulación pero de una efectividad y un poder reconstituyente para un público que se entrega al aplauso al terminar la función y que obliga al elenco a salir varias veces.
La producción del CDN tiene una buena y bonita factura. Su directora, Natalia Menéndez (hija de Juanjo Menéndez, que precisamente estrenó esta obra en 1952) no solo ha acertado con la pareja protagonista de este artificio cómico -Dionisio y Paula-, también con una puesta en escena que relaciona la obra con el fantástico mundo del circo y la revista musical al que Miguel Mihura era tan aficionado, y para la que ha contado con Alfonso Barajas como escenógrafo y Juan Gómez Cornejo como iluminador.
Sin dos actores que afinen con el carácter de los personajes protagonistas, dos almas gemelas, no habría comedia. Y Pablo Gómez Pando compone muy bien a Dionisio, ese cándido soñador al que la vida acecha maliciosamente pero que logra por un instante -la noche previa a su boda- dar rienda a su imaginación y descubrir que su felicidad, precisamente, no está en el matrimonio aburrido y burgués que le espera. La bella Laia Manzanares es Paula, una bailarina ingenua que le descubre a Dionisio los placeres sencillos de la vida, y que como quería el autor, debe comportarse como el único personaje de este artefacto cómico que "vive su romance con una gran verdad".
Mihura enfrenta dos mundos en esta obra: el de los sueños y el de la realidad. Ese universo onírico lo representa Paula, integrante de una compañía de variedades que va de gira por los pueblos y con la que coincide Dionisio en el hotel. Paula surge entre una fauna de variopintos personajes: vedetes, mujer barbuda, un director de compañía que encubre a un proxeneta y que es negro, el odioso señor, el dueño del hotel, entre otros. La noche es muy movidita entre tanto personaje estrafalario y culmina cuando Dionisio, seducido por la joven Paula, avista la posibilidad de una vida feliz junto a ella en la que pasear, bañarse o comer cangrejos sustituya al aburrido e hipócrita matrimonio que le espera. Pero la aparición de su futuro suegro, don Sacramento (estupendo Arturo Querejeta), nos recuerda que la realidad es otra.
Como explica Mihura en el prólogo que escribió para la primera edición de esta obra, en 1943, su pasión por el teatro y, especialmente, por los cómicos era grande, y aquí es evidente en la recreación del estrafalario mundo que hace y de lo que representa, alcanzar la libertad y la feclicidad: “… en la vida hay dos clases de personas: los espectadores y los actores. Los que pagan por ver y los que cobran por dejarse ver. El león y los que detrás de la reja forman corro mirando al león. Y yo siempre, del grupo, el que me ha parecido más listo ha sido el león”, escribió.
Esta pieza deudora de la estética que pregonaban las vanguardias la escribió su autor en 1932 durante una convalecencia, pero no consiguió estrenarla hasta 1952. Entonces fue identificada por la crítica, y en contra de la opinión del autor, con el humor que Mihura había ejercido desde La Codorniz. Hoy la obra nos resulta ya un clásico del humorismo dramático, un mecanismo cómico que por dos horas eclipsa la organicidad de la vida y precisamente por eso funciona.