Leyendo ciertas declaraciones de gentes del teatro -artistas y gestores- críticos con los recientes nombramientos de los directores de teatros públicos en Madrid, se me ocurren algunas reflexiones:
Para esos artistas hay una gran diferencia entre nombrar con un dedo (a dedo, según la expresión al uso) a un director de teatro, y nombrar con el mismo dedo, pero con guante puesto (concurso) al mismo director. La verdad es que ambos procedimientos son igualmente arbitrarios con la diferencia de que con el primero nadie se lleva a engaño, y con el segundo el elegido pretende que le han nombrado por sus indubitables méritos. Pero la mayor diferencia entre ambos métodos es que en el primero, al ser transparente en su arbitrariedad, permite al que nombra (o sea, al político) cesar al nombrado cuando lo considera conveniente, y en el segundo, el nombrado pretende mantenerse en el cargo el tiempo establecido en un contrato.
Ahora se han producido nombramientos a dedo, y ciertas gentes del teatro a eso le llaman INJERENCIA de la política en la cultura. ¡Qué horror! Tiemblo de sólo imaginarlo. Injerir es “meter una cosa en otra”, también “entremeterse”. ¡Fatal! Pero, ahora en serio, ¿cómo se come eso de que el teatro público, es decir, el teatro propiedad de la administración pública y financiado con los impuestos, no debe sufrir la injerencia de los únicos que responden ante los ciudadanos del uso que se hace de los impuestos que pagan?
El interés de los políticos por la cultura
Dice el autor y director de escena Ernesto Caballero en una información reciente de la cadena SER: “La tentación del político de utilizar la cultura en beneficio propio y hacer uso sectario o partidista siempre ha existido y sigue existiendo”. Es una frase para mí indudablemente cierta. Pero ¿es que hay algún ámbito de su actividad de la que los políticos no intenten obtener un beneficio propio -es decir, directamente para él, sus familiares y amigos-, o para las ideas que defienden? Piensen, por ejemplo, en cómo actúan los políticos en relación con la televisión pública, la enseñanza o la sanidad. Además, la política no es diferente al resto de actividades humanas. ¿Hay alguna profesión en la que sus miembros no intenten sacar un beneficio para ellos o para las ideas que defienden con la actividad que desarrollan? Claro que no, a no ser que en casos concretos se demuestre un altruismo excepcional, por ejemplo, rebajándose el sueldo de forma sustancial y cosas así. Entonces, ¿cuál es el mensaje subyacente en tan obvia perogrullada?
Miguel del Arco, director de escena y socio fundador del Teatro Kamikaze, dice lo mismo con otras palabras: “Los políticos deberían hacer todo lo posible para que las entidades de producción artística sean independientes de ellos. Lo que deberían hacer es intentar que tengan más medios económicos”. Un manifiesto que circula por ahí promovido por Isla Aguilar y Miguel Oyarzun (directores del centro Conde Duque recién cesados por la nueva corporación municipal del PP) lo expresa así: “Desde nuestro sector debemos fomentar el respeto y la independencia de la Cultura [con mayúscula en el original] sin entrar en clientelismos, ni en la intromisión partidista en las tareas artísticas”.
La idea patrimonial de la cultura
Si la gestión de la actividad cultural financiada con dinero público debe ser independiente de los representantes políticos, ¿en manos de quién debe estar? De los artistas-gestores, no sujetos a los cambios de gobiernos, dicen. Suena bien, pero si lo probamos un poco, sabe mal.
Lo que siempre se trasluce de este tipo de planteamientos es, por un lado, una idea patrimonial de la cultura: la cultura somos nosotros, los artistas-gestores; por otro, la hipócrita pretensión de hacernos creer que la cultura no es, precisamente, uno de los principales campos de batalla de la contienda política, o ¿es que la cultura no forma parte de los programas políticos que vota la ciudadanía? Tampoco se escapa el hecho de que los puestos directivos de gestión de la actividad cultural pública son algunos de los chollos que se pueden conseguir a cargo del erario público. No es de recibo lloriquear por perder una canonjía.
Conclusión: O hay subvención a la cultura con dinero público o no la hay. Si la hay, habrá injerencia, y si no la hay, no. La financiación pública de una actividad cultural no sólo convierte dicha actividad en un servicio público, sino en una actividad inevitablemente politizada, como han dado sobradas muestras algunos de los que ahora reclaman una gestión independiente y apolítica del teatro público, pues cuando han tenido la ocasión han programado panfletos. Lo que no se puede pretender es ser director de un teatro público, nombrado a dedo con guante o sin él, y no estar sujeto a los avatares de la política.