Siempre es el teatro popular el que salva a una época, asegura Peter Brook en su libro El espacio vacío. El maestro inglés se explicaba en estos términos: “Está claro que la porquería es lo que principalmente da filo a la rudeza, lo sucio y lo vulgar son cosas naturales, la obscenidad es alegre y con estos elementos el espectáculo adquiere su papel socialmente liberador, ya que el teatro popular es por naturaleza antiautoritario, antipomposo, antitradicional, antipretencioso. Es el teatro del ruido y el teatro del ruido es el teatro del aplauso”.

No estoy segura de que esta última consideración sea cierta, y menos cuando veo cómo en esta ciudad escarnecida por la pandemia parecen funcionar espectáculos torpes, aburridos, que hablan de cultura, filosofía, y palabras mayores, hacen agitprop, cuentan historias de periódicos, o nos largan las biografías de los creadores con el resultado de un discurso patoso, vacuo y narcisista. Pero sinceramente, agradezco enormemente el esfuerzo de quienes pretenden hacerme reír, divertirme, evadirme de la pesadilla cotidianilla.

Sin tener otra pretensión que esta acudo a ver la comedia La cuenta que se representa en el Pequeño Teatro Gran Vía y que encaja perfectamente en esta categoría: teatro tosco y vulgar donde los haya, teatro que desdeña el boato centrodramatical, la pedantería de los enteradillos de cartón, y no aspira al ejercicio de la mendicidad cultural, en la que tirios y troyanos han condenado a los artistas españoles, además de ellos mismos. Es un teatro que pretende sobrevivir gracias al encuentro con el público, y que fía su suerte a una sola carta: que los espectadores se descojonen y salgan contentos.

Pero hacer reír no es tan fácil. Hay que tener gracia, y la gracia es un don divino. Por eso La cuenta de Michel Clément llega a los espectadores a saltos, cortocircuitada por reiteraciones abusivas que estiran la anécdota inútilmente, por momentos poco inspirados que no terminan de enganchar y, lo peor de todo, porque no termina de atreverse a ocupar ese lugar liberador que reclama Brook. 

Y así en la obra los actores se llenan la boca de obscenidades, vomitan reiteradamente, enseñan el culo alegremente, se tocan mutuamente los genitales, y se prometen todo tipo de intercambios de flujos eróticos pero todo ello a medio gas: las obscenidades aburren, el vómito es de mentirijillas, la exhibición de atributos no va más allá de un anuncio de jabón de baño y los flujos no terminan de fluir por ninguna parte.

El esfuerzo actoral de Antonio Hortelano, César Camino y Raúl Peña es notable, en especial de Camino, y yo los loo, pero hasta el mejor actor tiene dificultades cuando el texto con el que trabaja se encoge. La cuenta es al fin y al cabo una secuela de la conocida Arte de Yasmina Reza, que ha dado la vuelta al mundo y que hemos visto sucesivas veces en España interpretada por grandes actores. 

En La cuenta tres amigos se reúnen a cenar y discuten a propósito de un tema económico: uno es el pagano, el otro el rácano y el tercero es el tonto: discuten, se enfadan, se dicen lo que nunca se habían atrevido a decir y cae el telón. Carece del pulso de Arte y la obra no alcanza el punto de humor necesario, aunque hay que reconocer que la versión de Ramón Paso es notable, tiene sabor español, suena bien y aunque se atasca en el improperio saca el texto adelante. A pesar de las objeciones, la obra tiene un acierto: va de menos a más y en el final alcanza momentos desternillantes. La traca de revelaciones que se cruzan los tres colegas en los últimos diez minutos es para partirse de risa y en un mundo en el que se ha hecho tan difícil reír, vale la pena.

@lizperales1