El pasado Domingo de Pascua fui a ver Ira al Teatro Español y debía de estar la afición explicándose el misterio de la resurrección porque la platea estaba semivacía. Incomprensible que esto ocurra con una comedia como Ira, donde justamente también hay algo de teología —secularizada y de arrabal, eso sí— y en la que uno se lo pasa en grande con Gloria Muñoz, que está graciosísima, y con Julián Ortega, su hijo en la vida y en el escenario y que también ha escrito la comedia, lo que se dice pronto. A estos mimbres se añade el de la dirección de escena de Dan Jemmett, que le da un toque estilizado a la comedia.
Aquí no hay yo, mi, me, conmigo ni teatro documental ni otras brasas onanistas de moda. Hay ficción de la buena, que cuenta historias, una detrás de otra. Se presenta como una fábula basada en hechos reales (fórmula hermanos Coen), y va generando situaciones cada vez más inverosímiles y sorprendentes. Es un gusto ver cómo los personajes no acaban de salir de una situación para complicarse la existencia con otra más disparatada y delirante, haciendo que la comedia no descanse hasta su resolución final. De aparente comedia social pasamos a relato criminal, pero también a parodia de algunos episodios santos y fantásticos y de hasta encapsulado mitin leninista. Y esto lo escribe un joven Julián Ortega que, salvo algunas piezas por salas alternativas, apenas ha estrenado, y sin embargo muestra gran dominio de los resortes del humor y, como ya he dicho, una original mezcla de temas en la que lo social se vuelve argumento sobrenatural, y a la inversa. Es una comedia tan variada que me trae el aroma de Dario Fo pero también de Jardiel, e incluso de Galcerán, por la construcción de las situaciones tan forzadas que crea.
Esta producción tiene un sello muy personal y no solo porque la actriz colabore con sus dos hijos —el citado Julián y el iluminador Felipe Ramos—, sino porque su personaje, Dolores, está escrito por Ortega a su medida, o sea, para potenciar sus características cómicas, que son muchas. Da vida a una viuda cercana a la jubilación que vive en un barrio obrero —suponemos que es Madrid porque la escenografía recuerda los edificios de viviendas del Pozo del Tío Raimundo o Usera—, y que emplea su tiempo libre en la asociación anarquista de su barrio. Ese contacto no solo ha ampliado sus preocupaciones sociales por los más pobres, también ha enriquecido su vocabulario y ahora se expresa con palabras cultas que pronuncia erróneamente: por ejemplo, inescrotables por inescrutables, por lo que oírla hablar es un despiporre. Como contrapunto, su hijo Salvador es policía antidisturbios y acaba de ser ascendido en el escalafón del cuerpo; su preocupación es restablecer el orden en aquellos barrios míseros, acabar con los quinquis y los okupas, hacer que la ley se respete.
Y no cuento más del argumento porque no quiero destriparlo. Pero sí señalar que la mano de Dan Jemmett (¿recuerdan el magnífico vodevil Nekrassov?) en la dirección de actores acentúa la veracidad de la relación de los personajes y sirve las escenas sobrenaturales con gran comicidad (sublime la de Gloria en la que relata su “anunciación”). Jemmett también le da a la comedia un ritmo bien medido, confecciona una estupenda banda musical con la que ambienta escenas y transiciones, y un estilo entre fantástico y estilizado que evita que caiga en el sainete. También Vanessa Actif ha diseñado un gracioso dispositivo escenográfico: una caja, a modo de casa de muñecas, que representa la vivienda donde sucede la acción; por fuera reproduce la fachada de un edificio de viviendas baratas, y en el interior da una idea de las reducidas dimensiones de estas viviendas, especialmente cuando los actores se meten en el interior. El barrio se extiende hasta la corbata del escenario, donde un decorado reproduce un esquinazo que concentra cubos de basura y muebles abandonados y donde mayormente actúan los actores, más cerca del público. Este, al final de la función, aplaudió pie en tierra obligando a los actores a salir repetidas veces. No pueden perdérsela.