Escribo sobre Benamor cuando ayer bajó del cartel del Teatro de la Zarzuela. Una pena que solo se den diez funciones de uno de los mejores espectáculos que nos ha ofrecido esta temporada de la pandemia. Más todavía cuando se trata de una producción espectacular, que no ahorra ni derrocha en mimbres, musicalmente hermosa y con una alegre trama de travestismos que tanto juego cómico ha dado siempre en el teatro. Ha sido una ocasión de disfrutar también del gran cómico Enrique Viana, que además de actuar firma la dirección y pocas veces se ve una puesta en escena tan amena y bien ensamblada, donde cada elemento encaja y se complementa con el resto.
Benamor fue el mayor éxito musical de Pablo Luna (1879-1942), compositor encasillado en la zarzuela orientalista por el gran número que compuso de inspiración exótica (El asombro de Damasco, El niño judío…). Esta zarzuela cómica, u opereta como prefieren llamarla algunos, fue un encargo que le hizo la compañía de la tiple mejicana Esperanza Iris durante su estancia en España, y que estrenó en el Teatro de la Zarzuela en 1923. Luego la cantante la exhibió en Cuba y en su patria, México, mientras en nuestro país muchas compañías la integraron en sus repertorios, representándose hasta finales de los años 40. Hasta ahora nunca antes se había repuesto en la Zarzuela.
Voy por partes porque aquí hay muchas buenas cosas que contar, y un solo despropósito que dejo para el final. El libreto de Antonio Paso y Ricardo González de Toro ha sido revisado y actualizado con chispa y criterio por Viana, que se ha permitido además dos licencias: añadir al comienzo y en la transición del primero al segundo acto dos monólogos de su cosecha. Bajo el disfraz del pastelero que interpreta al principio, como el de la mujer del pastelero con el que reaparece después, revela su habilidad para la narración ingeniosa, basada en juegos de lenguaje y en un humor absurdo (es fantástica la causa que origina el divorcio entre el pastelero y su mujer). Viana tiene mucha gracia y la carcajada del público es su recompensa.
Otra cosa es el disparate argumental de la zarzuela, basado en un intercambio de identidades que da pie a un buen número de malentendidos sexuales: Benamor es una princesa que en realidad es un príncipe, mientras que a su hermana, el sultán Darío, le ocurre lo contrario. Esta condición ha sido ocultada desde su nacimiento por su madre (Amelia Font), para garantizar su supervivencia, ya que la tradición exige que el primogénito del sultán sea hombre, cosa que obviamente no ocurrió. Las situaciones chistosas y picantes se suceden en el momento en que el sultán decide casar a su hermana Benamor y aparecen tres pretendientes.
El reparto se compone de personajes muy divertidos. Tanto Benamor como el sultán son interpretados por voces femeninas. Vanessa Goikoetxea y Miren Urbieta-Vega se reparten el de la princesa casadera. Me tocó ver y oír a Goikoetxea, soprano que tiene que lidiar con la dificultad de interpretar un hombre que en realidad es mujer, por lo que sus maneras adoptan en ocasiones poses varoniles que la cantante defiende muy bien. Por su parte, Darío lo doblan Carol García y Cristina Faus. Lo que más destaca de la actuación de García es su gran capacidad vocal, y en el tercer acto muestra su potencia, control y agudos en una gran escena lírica. Irene Palazón hace de odalisca, muy versátil como cantante, actriz e incluso bailarina, en particular en la danza del camello. En los roles masculinos destaca el barítono Damián del Castillo como príncipe español y tiene uno de los momentos líricos más populares de la zarzuela como es la romanza País de sol. En el resto del elenco figuran muy graciosos y entonados Gerardo Bullón (príncipe Rajaj Tabla), Gerardo López (príncipe de Florelia), Francisco J. Sánchez como Alifafe y Emilio Sánchez como Babilón. A estos se añade también Viana, ahora como el gran visir Abedul y en el que vuelve a demostrar que la comedia es lo suyo. La orquesta, con José Miguel Pérez-Sierra al frente, sonó más que correcta si tenemos en cuenta que trabaja al cincuenta por ciento, pero las mascarillas empañaron la acústica del coro.
La zarzuela está arropada de manera soberbia: una escenografía fabulosa de Daniel Bianco que recuerda a las postales de la Alhambra o los dibujos orientales de principios del siglo XX. De forma rápida transforma una estancia palaciega en un zoco árabe o en un jardín, cambios posibles gracias al sistema de puertas correderas que simulan celosías (algo tan habitual en la decoración árabe) o a imágenes que se proyectan en el foro. Y no quiero dejar de mencionar el precioso telón pintado que oculta todo esto antes de que empiece la función. Viana sabe lo que hace y dispone a los personajes de manera que se crean primeros, segundos y terceros planos haciendo muy ameno el desarrollo de la obra.
La iluminación de Albert Faura realza todo el dispositivo, dorada y brillante en ocasiones, en otras bien contrastada cuando se trata de recrear calles de una medina nocturna (como en la Danza del fuego). Y qué decir del vestuario de Gabriela Salaverri, con esos gorros tan guasones con los que ha tocado a Abedul (un verdadero acierto la deconstrucción de su turbante) y a Alifafe y su guardia. El exotismo oriental es una gran fuente de inspiración, y Salaverri se emplea con un gran despliegue de colores, tejidos y texturas (de fabricación italiana, creo), elegidos con muy buen gusto en su gama cromática. En el apartado de danzas, a cargo de Nuria Castejón, hay que mencionar lo bien insertadas que están —en particular la Danza del fuego, resuelta muy bellamente— y el buen partido que les saca, pues son también fuente de comicidad, como por ejemplo la presentación del príncipe de Florelia con los abanicos rosas en clara alusión a su condición de mariposón.
Y termino con una glosa política relacionada con el disparatado funcionamiento de exhibición del Teatro de la Zarzuela, pero que es igual al de otras unidades del INAEM y de otros teatros públicos madrileños. Que una producción de este calibre —que no ha ahorrado en medios, con un resultado espectacular y de la que el público sale encantado— solo haya podido ser vista durante diez días es un derroche propio de administraciones públicas a las que no parece importarles el empleo ni el destino de los recursos. Además de ser la mejor política posible para no crear afición y contentarse con la que tienen hasta ahora. Pueden promover todos los programas educativos que se les antojen con el pretexto de buscar nuevos públicos, pero la mejor receta es mostrar los buenos espectáculos que se hacen y despertar con ellos el gusanillo. Este es uno de ellos, pero ya no se puede ver. ¿De verdad creen los directores de los teatros públicos y sus jefes políticos que este enloquecido sistema de exhibición puede atraer espectadores?