De vuelta al cole me encuentro en la sala Lagrada con Cabezas de cartel, reactivo a la modorra generalizada con dos estupendos actores-autores-productores: Celia Nadal y Javier Manzanera, o lo que es lo mismo, la compañía Perigallo. Habla la obra de algo muy muy antiguo, pero de rabiosa actualidad: venderse por un plato de lentejas versus resistir fiel a los ideales que inspiran el trabajo de toda una vida. La velada de una hora y media mete el dedo en la llaga del showbusiness con golpes directos y jocosos, te mantiene con la antena puesta todo el tiempo.
Ser artista de teatro exige más vocación que la de un cura. Y como es natural, entre la fauna farandulera hay variedad: los que han hecho de su oficio una cuestión de fe, creen en lo trascendental de su arte y en la pureza de sus intenciones, y poco menos se consideran eslabón de la evolución de la sociedad; y hay otros, en cambio, más pragmáticos, se conforman con divertir al respetable y saben cómo hacer negocio de ello. Y entre estos dos extremos caben graduales variaciones de artistas, que en su mayoría padecen los precarios modos de producción que se estilan por nuestro país, con programadores y productores omnipotentes a los que pelotear y mendigar un bolo.
Es una profesión rendida al halago y a los premios y con una relación esquizofrénica con el público que viene de muy antiguo: cuando los artistas se ponen sabios y elitistas, generalmente el público no les sigue, pero cuando “les hablan en necio”, se rinden a su gusto y reciben el aplauso. Pero en realidad el mismo Lope, autor de esas palabras, es ejemplo de que algo falla en esta regla: si él logró ser el más comercial autor de su época con versos que hoy nos emocionan y sorprenden por su excelencia, ¿qué habría escrito entonces hablando en sabio?
De todo esto dan cuenta Nadal y Manzanera en Cabezas de cartel, dirigidos felizmente por Luis Felpeto. Llevan en el oficio más de 25 años, saben de lo que hablan, así que la comedia es un nuevo ejemplo de autoficción, donde ellos hacen de sí mismos. Manzanera como un misántropo autor, un ser asocial, huraño, con una idea muy elevada de su arte y de sí mismo; Nadal como su antagonista, una cómica torrencial, un bufón, optimista y entrañable, estupenda actriz y harta de las miserias de su oficio.
La situación se desarrolla con bastante gracia y también complejidad: los protagonistas ensayan a la vez que escriben su próximo espectáculo que han titulado Cimarrón. No sé muy bien por qué ese título que cuelga sobre la escena en luminoso letrero, pero al final lo comprendemos. Nuestra pareja de actores nos hablan de su comedia y de los asuntos que quieren criticar en ella. Prueban los textos que ya tienen escritos en varios estilos y recurren a la moviola de escenas, clavan estoques irónicos en torno a prácticas del mundillo y a algunos de sus protagonistas, se autocensuran… recursos que son fuente de humor. Encima, nos van anunciando lo que va a pasar en la obra, sin trampa ni cartón. Metateatro que nos lleva de la realidad de la obra que construyen a la que representan y a la que estamos viviendo en la sala, un juego urdido fantásticamente desde el texto, la dirección y la interpretación con momentos hilarantes.
Al final comprendemos que estos dos actores son como esos caballos salvajes que se resisten a ser domesticados y huyen al campo y se hacen montaraces.