Busca la Numancia de Ana Zamora guardar fidelidad a la época en la que fue escrita. Esto tiene el atractivo de ser testigo de cómo se reconstruye el teatro renacentista español de finales del XVI del que sin duda ella es experta. A mí, personalmente, me interesa la recreación de una escena que todavía no ha entrado en el drama, aunque lo anuncia balbuceante, y pocos escenarios como el de la Compañía Nacional de Teatro Clásico para abordarlo. Pero el precio de este planteamiento es un montaje distante y poco emotivo, amén de algunas disonancias respecto a los propósitos de la directora.  

Zamora, que firma también la dramaturgia, sabe que el texto de Cervantes al que se enfrenta es un material prístino que en los montajes que hasta ahora se han hecho ha sufrido transformaciones para darle un tono épico, dramático. Ella opta por el camino inverso, una discreta poda que reduzca algunas escenas para que el espectáculo no se prolongue más de la hora y media, mientras su aportación se dirige a crear una partitura visual desde la puesta en escena. Su más arriesgada decisión es la de que sus actores digan el texto en la fonética de la época, 1585, por lo que el verso suena en un castellano en el que se oye “dixo” por “dijo”, entre otros ejemplos. La decisión es acorde con su enfoque arqueológico, desde luego, pero aleja al espectador y le añade una dificultad más a sus actores. 

Inspirado por el teatro grecolatino, Cervantes escribió una tragedia secular, en el sentido de que el destino de sus protagonistas lo dictan ellos mismos y no los dioses. El cerco de Numancia, como tituló el manco su obra, cuenta el feroz asedio al que sometió el general romano Escipión (Cipión, en la obra) al pueblo numantino. Toda la población de Numancia, antes de rendirse y acabar como botín de guerra, esclavizados y con sus mujeres violadas, optan por el suicidio. Esta gesta colectiva le sirve a Cervantes -que escribe la obra poco después de su cautiverio en Argel- para profundizar en su tema predilecto, el de la libertad. 

La idea inspiradora de Cervantes es la defensa de la patria porque es el lugar de los hombres libres. Pero esta idea no toma fuerza en el montaje, el tono épico está diluido y los personajes, salvo Escipión, desdibujados. Hay una puesta en escena de retablo y discurso, que distribuye a los actores entre el escenario con incursiones de los romanos por los pasillos del patio de butacas, y sostenida en la música de Alicia Lázaro que contextualiza la historia; sin embargo, ni la música con predominio de trompetas y tambores, ni la puesta en escena ni los actores consiguen ofrecer momentos emotivos que corrijan lo plano del espectáculo. 

Fábula y alegoría

El texto de Cervantes tiene dos niveles: el de la fábula del asedio y un segundo integrado por una serie de alegorías sobre España, el sacrificio, la guerra, la enfermedad y el hambre. Zamora las ha respetado, y si no fuera por lo ridículo del atuendo con el que obliga a sus actores a representarlas -en ropa interior de dudosa estética-, alcanzarían ese lirismo que eché de menos, porque las escenas están bien incardinadas en la fábula y algunas con soluciones imaginativas desde la dirección (pienso en el sacrificio del carnero).  

Lo del vestuario es un desatino, me alejó definitivamente de la representación. ¿Por qué vestir a los romanos de Springfield? Ya en el inicio, cuando Cipión arenga a sus perezosos soldados, es chocante verlo hablar con camisa granate y vaqueros frente a su soldado Yugurta, que la viste de color lila, pero creí que quizá fuera un experimento brechtiano. Nada de eso, los romanos exhiben camisas actuales de colores. Es una disonancia incomprensible por cuanto vemos que, en cambio, funciona el atuendo de los numantinos, con esas mantas grises cruzadas por una línea roja que los actores disponen de varias formas y a las que les sacan rendimiento también como atrezzo

José Luis Alcobendas, que ya encabezó la anterior producción de Ana Zamora, es Cipión y otros personajes, y vuelve a capitanear este elenco integrado por actores habituales en la compañía Nao d’Amores (Eduardo Mayo, Irene Serrano, Javier Carraminana) y a los que se unen nombres como Javier Lara y Alejandro Saa. Están forjados en el verso y versátiles como son se transforman en numantinos, en sus esposas con sus hijos y en sus enemigos romanos y, sobre todo, bregan con la fonética difícil que ya he comentado. Mención también para los músicos Alfonso Barreno, en los metales y vientos, e Isabel Zamora, en teclado y panderos.

@lizperales1