Una de las cosas buenas de los clásicos es que nos recuerdan que en materia literaria no hemos inventado gran cosa. A comienzos del siglo XVII Lope de Vega escribió Lo fingido verdadero, comedia donde emplea el artificio de jugar al teatro dentro del teatro, la corriente que tanto predicamento tiene en los autores contemporáneos. No sé si la obra, recién estrenada en La Comedia de Madrid, atraerá al gran público, pero es pieza singular y está servida por un elenco de buenos actores, capitaneados por un excepcional Israel Elejalde en su personaje de cómico romano que abraza la santidad y el martirio.
Lo fingido verdadero era una de las comedias preferidas de Marsillach, pero sin embargo nunca la dirigió, ni tampoco sus sucesores al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC). Es un desafío de obra, el director Lluís Homar ha aceptado el reto, y me parece que sale bastante bien librado. La noche del estreno, el pasado jueves, había expectación ante una obra tan poco conocida y menos todavía representada: la compañía italiana Teatro a Canone la hizo en Madrid durante el verano pasado, y la de títeres La Máquina Real la representó en el Festival de Almagro hace ya más de dos lustros.
Homar ha prescindido de adaptador y la única modificación del texto original es la supresión de una breve tirada de versos. Aún así la comedia se hace larga, y es culpa de Lope, como sostenía Menéndez Pelayo, que la consideraba desestructurada. Reúne un drama histórico, una comedia de amor y una comedia de santos. Dividida en tres actos, el primero nos traslada a un campo de batalla de Persia, donde aparece el soldado Diocleciano, que acabará convertido en emperador (y se hará conocido por perseguir ferozmente a los cristianos, pero esto no lo dice la obra). Es un acto largo, mal incardinado en los dos siguientes que desarrollan justamente la historia del cómico romano Ginés, la que interesa.
La actuación
Ver a Elejalde en la piel de Ginés remite al recuerdo de La función por hacer, la pieza pirandelliana que tanto éxito le procuró y que juega también a examinar cómo opera la ficción en la vida. Ocurre que aquí tiene un sabor más original, por la gracia de mezclar a un cómico que sufre una conversión a la fe mientras ofrece una representación. Es decir, por un actor que se apropia de su personaje y a la inversa, en un juego especular donde la ficción y la realidad se influyen mutuamente con graves consecuencias. La gracia está también en ilustrarnos sobre cómo eran los cómicos en la época de Lope, o más precisamente cómo imagina Lope que eran en la Roma de Diocleciano, y es una delicia oír esos versos en los que explica las técnicas interpretativa de los “representantes” a la vez que vemos la composición que ofrece Elejalde.
Su personaje, Ginés, es un cómico romano astuto, conocedor del teatro y de sus contemporáneos poetas, que sabe provocar la risa; algo cínico, acostumbrado a bregar con los poderosos que le contratan, enamoradizo y pícaro, también alter ego de Lope que habla por él, especialmente en el divertido diálogo que mantiene con Diocleciano cuando le conoce y hablan de las obras que les gustan, cuando critica las de la competencia o el gusto teatral de los españoles dado a la “fábula que tenga más invención, aunque carezca de arte”. Poco después nos ofrece su primera intervención en solitario, una tirada de versos donde Lope nos presenta a un actor enamorado, y que Elejalde dice con la sonoridad y el sentido interiorizado que exige, arrancando el primer aplauso espontáneo del público. El está enamorado de la actriz de su compañía, Marcela, interpretada por una brava, graciosa y guapa Aisa Pérez, lo que le hace traspasar por primera vez los límites de la ficción mientras representa con ella una comedia de amor.
El tercer acto gira en torno a la representación de un cristiano por la compañía de Ginés. Ante la sorpresa de sus compañeros actores, Ginés no sigue el texto de la obra, sino que representa su papel con otras palabras, las que ahora le dicta Dios pues acaba de convertirse a la fe. La realidad no va a interrumpir la ficción, porque ahora realidad y ficción son equivalentes.
Homar ha diseñado para este último acto una puesta en escena de inspiración litúrgica y simbólica, arropada por la música de órgano o el paisaje sonoro (Xavier Alberti), que calla cuando oímos el canto virginal de Aina Sánchez, el ángel que comunica a Ginés con Dios. Las consecuencias para Ginés no son otras que el martirio en la cruz.
Mujeres para roles masculinos
Homar no ha podido sustraerse a la ideología de moda rompiendo las correspondencias del sexo de los actores con el de algunos personajes secundarios que interpretan. La idea favorece a las actrices. Por ejemplo, el soldado Marcio es encarnado por Verónica Ronda, o el emperador Aurelio Cario, que interpreta Montse Díez. Al principio choca, pero como luego estas actrices se multiplican en más personajes secundarios, la cosa no va a más. Los catorces actores trabajan compenetrados, menciono a Arturo Querejeta en un rol clave, Diocleciano, y otros como Maria Besant, por su prestancia en voz y presencia; a Álvaro de Juan, por la ferocidad, energía y virtuosismo de su Carino; a Silvia Acosta, José Ramón Iglesias, Paco Pozo, Nacho Jiménez…
El dispositivo escénico de José Novoa es una plataforma elevada sobre el escenario que ayuda a crear varios lugares de representación: la corbata, la propia plataforma, el foro, incluso el patio de butacas. Homar coloca a los actores y a los músicos alrededor de la plataforma cuando no actúan, lo que le da un aspecto de ensayo teatral acorde con el tema de la obra. La luz de Juan Gómez Cornejo juega a favor de quien habla, en claroscuros de ambiente místico de iglesia, en el que casi se huele a incienso. El vestuario de Pier Paolo Alvaro está deliberadamente diseñado fuera de época y funciona.