Diego Luna a dos metros de distancia
La capacidad de sugestión del actor diciendo el texto de 'Cada vez nos despedimos mejor' como un elocuente narrador es asombrosa
Diego Luna ha agotado las entradas en las Naves del Español con un monólogo. Estaba previsto que diera trece funciones programadas hasta el 10 de julio, pero antes del estreno se vendió casi todo. Ver a la estrella de películas como Rogue One o Y tu mamá también a dos metros de distancia, oír su dulce y vivaz acento mexicano, probar su simpatía en directo. Con las celebridades del cine me pasa que cuando los veo en carne y hueso sobre un escenario por primera vez no distingo entre personaje y actor, confundo el rol que interpretan con su personalidad. Me ocurrió también con Ricardo Darín.
Además, Cada vez nos despedimos mejor, el texto que Luna interpreta, está hecho a su medida. Lo firma el dramaturgo mexicano Alejandro Riqueño, que también dirige la función. Cuenta una historia bien sencilla, la de un hombre que a sus cuarenta años —más o menos los del actor, de 43— va recordando los desencuentros con la mujer que ha sido el amor de su vida y al que se resiste a darle carpetazo; su relato tiene un tono realista, a modo de fábula de un hombre común al que Luna recrea con un toque de joven bohemio y juvenil.
La ficción se trenza con pinceladas sobre episodios de la historia y de la política reciente de México (el terremoto de 1985, la matanza de Acteal en 1997 o las elecciones presidenciales de 2012, cuando el PRI recobró con Peña Nieto el poder), pero dentro de una forma lírica y elegante, equilibrada con un fino humor que atrapa la atención y no te suelta. Suena verosímil y contemporáneo porque está bien escrito.
Es un texto narrativo —piénsese en el actor contándonos una historia— pero no lo parece. Riqueño firma también la dirección y ha montado la obra siguiendo una partitura escénica tan sencilla como la historia que cuenta, y en la que un actor como Luna es capaz de sacar petróleo. La capacidad de sugestión de Luna diciendo el texto como un elocuente narrador, sus formas contenidas y matizadas para crear tanto su personaje como los otros con los que dialoga, así como el desarrollo de las situaciones, son tan asombrosas que hasta vemos al perro del papá del protagonista andando por el escenario.
En general, predomina el tono de comedia, pero hay momentos que el actor pasa a escenas dramáticas o de celos o de quererse poco a sí mismo. Cuando el amor se pierde uno acaba haciendo muchas tonterías.
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La sencillez y el espacio vacío es la marca estética de la casa. Matías Gorlero firma la iluminación y la escenografía, una plataforma de madera elevada levemente del suelo y no muy grande, alumbrada por tres lámparas de techo con una silla que el actor cambia de lugar dentro del espacio de actuación e ilustado por la iluminación según convenga. Fuera de la plataforma, en el extremo izquierdo, hay otra silla desde la que Luna, cuando asienta sus posaderas, se dirige al público para darnos información a modo de escolio o de nota a pie de página de lo que viene a continuación. Y en el extremo derecho el músico Dario Bernal, sentado con su baterías y sus artefactos para ambientar la pieza con música y sonidos.
Los que se hayan quedado sin ver a Diego Luna, no desesperen, me informan que volverá en otoño a recorrer otras plazas del país, cuando sus copromisos cinematográficos y audiovisuales se lo permitan que, al parecer, son muchos y diversos. Entre ellos un documental que ha producido y promocionado por nuestro país, Pan y circo, sobre los vínculos de México con España, y el próximo estreno de la serie de televisión Andor.